I
Rogelio el tendero, conocido en toda la vecindad y aun en toda la comarca
con el apodo de el Fresco, porque entre otras muchas mercaderías
vendía pescado fresco, pero eso sí, a precio tan prohibitivo,
que el apodo bien pudiera deberse también a su cachaza y desconsideración
para el negocio, como perito aventajado en la granjería tirada y
hacedera, era dueño de un oscuro tenducho que abría su portón
a la calle principal del lugar. Rogelio el Fresco lucía en su bien
abastecido comercio de ultramarinos, que también hacía las
veces de taberna y en ocasiones hasta de lugar de reunión y de tertulia,
donde se llegaban a debatir con vehemencia y puntualidad cualquier tema
de importancia, dada la catadura e ilustrada alcurnia intelectual de los
asistentes y discutidores varios, un guardapolvo sobrado y limpio, que
daba gusto verlo. De buena mañana, los hombres más madrugadores,
antes de comenzar las faenas del campo, fuera invierno o verano, pasaban
por su comercio, ya abierto a horas tan intempestivas, para tomarse una
copa de aguardiente o de cazalla, que acompañaban siempre con higos
secos en harina. Cuando daba la ocurrencia de llover a cántaros,
los hombres acudían a las bodegas para tantear el vino de la cosecha,
sin más avíos que el sentido común y el acuerdo, o
bien buscaban el seguro abrigo de la herrería, siempre muy concurrida,
donde el herrero trabajaba las piezas en la fragua, siempre bien abastecida,
y después en el yunque, o bien se cobijaban en la barbería,
donde se recibían casi a diario algunos periódicos, que leía
en voz alta el barbero a la nutrida concurrencia que, en asamblea, ponía
cerco a la oportuna estufa de leña, donde además se venía
calentando el agua necesaria para afeitar a la parroquia, o bien perdían
el tiempo en la tienda de Rogelio el Fresco, rememorando lejanos o no tan
lejanos acontecimientos.
-¿Bueno, pero alguien sabe en qué quedó
lo de la sobrina del cura, en boda a la semana o en mal aire?
-No sé, pero igual le vino a pasar como a la burra del
tío Canuto, que estuvo más de cinco años preñada...
¡de un mal aire!
-¡Vaya por Dios! Predicar, según dicen, no es dar
trigo ni mucho menos, que por ahí van diciendo...
Rogelio el Fresco vendía en su tienda café molido, que
olía que alimentaba, velas, velones, bujías, cerillas, todo
tipo de legumbres, aceite de almazara, latas de conserva, gaseosas de papel
y de pitón, leche, queso manchego y del Tronchón, embutidos,
aceitunas de Belchite, fideos, macarrones y hasta alpargatas y botas de
vino, además de pescado fresco y congrio curado. Rogelio el Fresco
recibía el pescado dos veces por semana con el tren correo, que
paraba de madrugada en la estación del pueblo vecino. Rogelio el
Fresco madrugaba lo suyo, se colocaba la boina y las hojas desdobladas
del 7 Fechas cubriendo el pecho, bajo el chaquetón, se sujetaba
las perneras del pantalón con dos pinzas de tender la ropa y con
su bicicleta Ráfaga se acercaba hasta la estación del ferrocarril,
con la que recorría a buen paso las casi dos leguas, entre la ida
y la vuelta, que tenía de camino. Ni que decir tiene que el correo
siempre llegaba con bastante retraso, unos días más y otros
menos, esa es la verdad, pero siempre tarde, y el pescadero lo empleaba
en poner su sueño al día. A la llegada del correo, Rogelio
el Fresco recogía su caja de pescado fresco, satisfacía su
alcance y una vez colocada y bien sujeta a la bicicleta, cogía el
camino de vuelta sin más tardanza, para llegar a tiempo de abrir
la tienda, como solía hacer todos los días.
Pero Rogelio el Fresco pecaba de avaricioso y ponía el pescado
por las nubes. De todas maneras había que reconocer que el hombre
madrugaba lo suyo, pasaba frío y muchas más calamidades,
además de perder su tiempo y su sueño, a la expectativa del
tren correo, que le traía su mercancía desde la capital,
siempre con retraso, pero aún con todo su codicia parecía
no tener reserva ni prudencia y su afición a los duros no conocía
límites ni mojonera. Así que como al que cierne y masa de
todo le pasa, muchos días le quedaba pescado sin vender, pero Rogelio
el Fresco no se apuraba por nada y a oídos de todos aseguraba de
boquilla que los gatos agradecerían el espléndido banquete
que les esperaba.
-¡Qué hemos de hacerle, que más se perdió
en Cuba, según dicen!
-No quiero que crea que le llevo la contraria, bien lo sabe Dios,
pero los tiempos no andan tan propicios para ir tirando las sobras tan
alegremente.
-¡Cada maestrillo tiene su librillo, amigo mío!
-Ya veo, ya, que el que le engañe a usted ha de ser lo
menos canónigo y de los de arriba.
Pero a decir verdad, Rogelio el Fresco colocaba de nuevo el pescado
sobrante en su caja y cuando ocurría, hacía el recorrido
de costumbre en su vieja bicicleta Ráfaga hasta la estación
de la vecina aldea, donde intentaba venderlo a los ferroviarios, rebajando
su precio, pero si no le acompañaba la suerte, volvía otra
vez al mostrador de la tienda, donde intentaba dar gato por liebre, pasando
por fresco. Y si tampoco colaba, entonces en último extremo iría
a parar a la despensa, y con él su santa mujer haría un buen
caldero de sopa para toda la semana. Lo que no mata, dicen que engorda
lo suyo y es para creer.
-¡Pescado fresco, pescado fresco! ¡Sardinas frescas!
¡Las más frescas de hoy!
Y no decía ninguna mentira, pues el pescado, el fresco
y el que lo era menos, al relente de las noches de invierno, mientras el
viaje de ida y de vuelta, contando también con el retraso del tren
correo, llegaba a su tienda más fresco que un carámbano y
aun más que una rosa. Pero las clientas se venían quejando
sobre todo del precio.
-¡Pues estas sardinas son más caras que el salmón
de Alagón!
-¡No sea tan exagerada, señora mía, que pierdo
con usted mis ganancias de toda la semana!
-¡Usted sí que es exagerado, hombre de Dios! Menos
mal que su padre le debió dejar una buena herencia, que si no, en
dos semanas justas tiene usted que salir a pedir por las calles como cualquier
muerto de hambre. ¡Qué barbaridad, cómo se está
poniendo la vida!
-¡Y más que se pondrá, señora mía!
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