Hojeando un libro reciente sobre el patrimonio artístico de la
Universidad de Madrid, se me aparece el rostro de don Vicente de la Fuente,
gran especialista en historia eclesiástica del siglo pasado. Es
un rostro duro, alargador, con unas poderosas mandíbulas. Pintado
por José María Galván, artista madrileño no
muy conocido a no ser en el campo del grabado. En la pintura se hace constar
que el retratado era hijo de la antigua Bílbilis y rector de la
Universidad de Madrid, entre otros cargos. Consta su localización
en un rincón sombrío del Rectorado.
Don Vicente de la Fuente escribió una Historia eclesiástica
de España (1859), primera historia narrativa completa de la
Iglesia española, nunca escrita hasta entonces. Hubo, naturalmente,
grandes historiadores que se extendieron en estos temas especiales, como
los padres Flórez y Villanueva, pero no existía una historia
de carácter general. Vicente de la Fuente se decidió, después
del discurso en Roma de Alonso Clemente de Aróstegui, a escribir
esta historia, tal como manifiesta en el prólogo de su obra. Aróstegui
decía: "Nullan esse Ecclesiae Hispaniensis Historiam, quae fluens
ab exordio rerum ad haec tempora perveniat." No obstante, ente estas palabras,
el padre Burriel ironizaba: "Pero fuera mal tolerable no tener historia
general eclesiástica buena si mucho de lo que de ella tenemos no
fuera tan malo." Antonio Palau, en su Manual del librero hispanoamericano,
relaciona una treintena de obras publicadas por don Vicente de la Fuente,
entre ellas una Historia de las sociedades secretas antiguas y modernas
en España (1870), otra sobre La sopa de los conventos
(1868) y finalmente una sobre la expulsión de los jesuitas, titulada
extrañamente así: 1767 y 1867 (Madrid, 1867).
En esta obra, Vicente de la Fuente pasa revista a la correspondencia
de Campomanes, Roda, Azara, Floridablanca y Aranda, todos ellos políticos
ilustrados, y extrajo de ella las consecuencias desfavorables a los jesuitas.
La caída del confesor del Rey, el padre Rávago, parece que
fue pieza importantísima. El embajador inglés Keene comunica
con alegría que la caída del padre Rávago "llevaba
consigo la de la Orden de los Jesuitas en masa". Circulan los versos satíricos:
Ya, mundano el Gobierno,
no será presunción vana
que les quiten la sotana
a la entrada del invierno
La noche del 2 al 3 de abril de 1767 tuvo lugar La operación
cesárea. Vicente de la Fuente transcribe el siguiente párrafo
de la carta de Roda dirigida al caballero de Azara en 14 de abril de 1767:
"Por fin La operación cesárea se ha terminado en todos
los colegios y casas de la Compañía de Jesús en España.
Según las comunicaciones que nos acaban de llegar, ya están
caminando todos hacia los diferentes puertos donde han de ser embarcados.
Allá os mandamos una buena mercancía. No ha habido resistencia
ni motín (¡Ah!) en ninguna parte. Se conoce que los terceros
no son tantos como se creía."
Dice don Vicente que las casas de los jesuitas de Roma fueron invadidas
a las ocho de la noche y que el conde de Aranda fue caballeroso, pues dejó
dormir a los jesuitas hasta las cuatro de la mañana. El embargo
se hizo con tanta escrupulosidad que al día siguiente las joyas
de Nuestra Señora del Gesú lucían públicamente
en el escote de la concubina de Alfani, unos de los principales esbirros
encargados del secuestro e inventario de los bienes.,
Pasan los años, y en 21 de julio de 1773, el breve Dominus
ae Redemptor del Papa Ganganelli (Clemente XIV) anuncia: "Sostenidos
por el Espíritu Divino, impulsados por el deber de asegurar la paz
de la Iglesia y convencidos que la Compañía de Jesús
no está ya en disposición de asumir las funciones para las
cuales fue creada, impulsado, en fin, por otras razones que nos dictan
la prudencia y el gobierno de la Iglesia, suprimimos por la presente la
Compañía de Jesús, sus misiones, sus casas y sus instituciones."
Dos soberanos no católicos salvaron, no obstante, a la Compañía
de su total extinción: el protestante Federico II de Prusia y la
ortodoxa Catalina II de Rusia. Ni el uno ni el otro dieron por recibido
el breve pontificio y dejaron subsistir la Compañía en espera
de tiempos más propicios, como así sucedió.
Para convencerme de ello, un día compré en Lisboa un volumen
de las cartas del Papa Lorenzo Ganganelli. En su juventud fue amigo de
Próspero Lambertini (futuro Papa Benedicto XIV), intelectual y sensible,
de una inteligencia agudísima, viva e irónica ("en mi posición
no me rebajan las palabras, sino que soy yo quien las ennoblece"). Emilio
de Rossignoli asegura de Lambertini que, cuando era todavía
cardenal, se ocupaba de los vampiros de los Cárpatos "al lume della
scienza", citando episodios descritos en un diario de Novimberga, y que
observaba que "la resurrezionne dei morti e le loro imprese marcavano di
prove sicure". Grandes amigos de este Papa fueron el historiador Luis Antonio
Muratori (Sampere y Guarinos tradujo sus Reflexiones sobre el buen gusto,
así como Moreno Morales su Filosofía moral), fundador
de las ciencias históricas de Italia; el pintor Piranesi, los grabados
del cual fueron testigos de la sombría belleza de la Roma del siglo
XVIII; el compositor alemán Gluck, que estrenó en Roma su
obra Antígona, en 1756, y fue nombrado caballero de "La espuela
de oro" por el Papa, que admiraba al gran músico creador de un nuevo
estilo en la ópera. Pronto se estrenaría la temática
de "la lógica del male e la vanitá del bene", y se escribirían
versos metafísicos recordando otros de un pasado melancólico:
Ogni signor di trenta contadini
E di una bicoccazza usurpar vuole
Le cerimonie de'culti divini.
De Clemente XIV, Michel Mourre dice que fue "d'abord franciscain, cardinal
en 1759, élu (19 mai 1769) aprés un conclave de trois mois".
Ganganelli murió el 23 de septiembre de 1774, meses después
del famoso breve. En una carta "al signore abate Lami" dice que "una cosa
veramente insolite é il veder come l'anima s'alzi ad un tratto insino
alle stelle" (12 de octubre de 1749). Después de su muerte, ningún
Papa ha tomado el nombre de Clemente.
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