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Carlos de Haes, el agua y la renovación del paisaje
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Vista tomada en las cercanías del Monasterio de Piedra Museo Carmen Thyssen Málaga
JULIÁN H. MIRANDA | El género del paisaje en las diferentes escuelas pictóricas europeas ha tenido desde el siglo XVII - y aún antes- un claro protagonismo, momento en el que este tipo de pintura dejó de ser un decorado de otro tipo de escenas, ya fueran mitológicas, religiosas o históricas, y se convirtió en algo autónomo aunque se seguía considerando un género menor. No conviene olvidar la gran tradición paisajística de los pintores de las Escuelas del Norte, flamencos y alemanes, con la fuerza de composiciones de Patinir o Durero, entre otros. Sin embargo, serían las escuelas italianas, francesas, la alemana y sobre todo flamenca las que legarían a la posteridad verdaderas obras maestras del género. En España el desarrollo de la pintura de paisajes tendría un desarrollo algo más tardío y en ese desarrollo tanto Jenaro Pérez Villaamil como Carlos de Haes tuvieron un claro liderazgo en la modernización del género.
En este artículo quiero subrayar la importancia de este último, nacido en Bruselas en 1826, pero que llegó a España a los nueve años y se instaló en Málaga, debido a unos problemas económicos de su familia dedicada a la banca. En esa ciudad comenzó su vocación artística como pintor gracias a las enseñanzas de Luis de la Cruz hasta que se trasladó a Bélgica a los 24 años para ahondar en las enseñanzas de los grandes maestros flamencos del paisaje y conocer qué tipo de arte se estaba desarrollando en la capital belga. Allí se formó con un pintor paisajista como Joseph Quinaux, que le introdujo en la pintura al aire libre, una pasión que determinó su modo de encarar el hecho pictórico y que le acompañaría tanto en su producción como en su vocación como profesor de numerosos pintores españoles cuando regresó a nuestro país.
Seis años después, en 1856, regresó a España y en 1857 optó a la plaza de paisaje convocada por la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, algo que logró y desde ahí además de seguir pintando durante más de tres décadas nos dejaría numerosas pinturas y dibujos de una gran parte de la geografía española, desde parajes cercanos al Monasterio de Piedra hasta diferentes paisajes tomados en el interior del país, la costa cantábrica y andaluza, los Picos de Europa, sin olvidar su modo peculiar de captar rincones de la naturaleza francesa o de los Países Bajos cuando viajaba.
A través de los numerosos óleos, dibujos y grabados que hoy posee el Museo del Prado, muchos de ellos depositados en diferentes museos españoles, se puede reconstruir una cierta manera de percibir el paisaje, una cartografía de los lugares que Carlos de Haes amó y que le inspiraron, no solo en España, sin dejar de mencionar sus lagunas de Holanda, la atmósfera de Vriesland y de Nijmengen, Hendaya o Ghéthary, la luz de Villerville con sus playas, la escarpada y brumosa Normandía, los alrededores de Douarmenez en Bretaña, el Sena a su paso por Rouen, entre otros. Todos ellos constituyen ejemplos del paisaje realista español, pero sobre todo de un artista que supo recoger las influencias de otras escuelas europeas hasta conferir un tono singular a sus pinturas.
Dentro de sus obras más relevantes cabría destacar una obra de 1876, 'El Canal de Mancorbo en los Picos de Europa', quizá una de sus piezas de madurez, que sintetiza ese homenaje a la pintura al aire libre, algo que ya había comenzando en algunas de sus obras de finales de los años 50 cuando se sintió atraído por el Monasterio de Piedra. Carlos de Haes sabía extraer la belleza que encontramos en la imitación de la naturaleza, y en eso era lo más fiel posible. Su 'pleinarismo' temprano hizo que sus trazos llegaran a tener connotaciones impresionistas, sin ahondar en la espontaneidad que caracterizó a los integrantes de dicho movimiento.
Su labor como docente marcó a varios de los grandes paisajistas españoles del último tercio del siglo XIX y principios del XX como Jaime Morera, Aureliano de Beruete, con el que solía coincidir en algunos de los tonos cromáticos, y Darío de Regoyos. Todos esos discípulos de Haes plasmaron en sus obras paisajísticas rasgos de identidad nacional, con la importancia del estudio de la geografía, porque el artista bruselense, aunque radicalmente español, intentó buscar algunos atributos que definieran el paisaje peninsular y a través del mismo y así ir vislumbrando aspectos de la modernización del país como la red de ferrocarriles desarrollada en el fin de siglo y primeras décadas del siglo XX.
En esa mirada por muchos de los escenarios tan variados de la geografía española, desde los numerosos encuadres de Elche y sus palmerales, las montañas de Aragón, un lazareto de Mallorca, el puerto de Pajares y la majestuosidad de los Picos de Europa, sus recuerdos de Andalucía y de Torremolinos, quizá reminiscencia de su infancia, el lago de la Casa de Campo, Puerta de Hierro o Príncipe Pío en Madrid, y cómo no esa mirada a las playas del Carraspio, otras zonas rocosas de la costa de Lequeitio, junto a charcas y arroyos de pueblos del interior en Aragón y Navarra.
En las décadas de los años sesenta, setenta y principios de los ochenta del siglo XIX y en las obras que atesora el Prado, bien en su espacio principal como en los museos donde ha depositado las obras podemos seguir un itinerario del agua por una alquería de Elche, la mirada de un joven treintañero al evocar en sus óleos los recuerdos de Andalucía y la costa virgen de Torremolinos en 1860, donde combina la mirada sobre la bahía y unos barcos varados en ella, la bruma de la costa y ese sentido medido de la perspectiva hasta conferir una gran carga expresiva a la composición, de buena factura técnica, pero todavía alejada del realismo y veracidad de obras posteriores.
Cinco años después, hacia 1866, Carlos de Haes fijó en sus lienzos una serie de vistas de la costa abrupta de Lequeitio, donde las rocas y el agua ondulante de sus playas recortadas sobre un cielo cuajado de nubes, alternado con días de mar calma, que dejaba que se transparentara la arena con un dominio cromático hasta delimitar cielo y mar.
En el interior nos ha dejado pinturas como 'Lagunas (Piedra)', y 'El Lago de la Casa de Campo', ambas de 1872. En la primera capta una laguna que está bordeada de juncos y allí vemos un abedul y un conjunto de álamos, subrayando ciertas características del paisaje aragonés, mientras que en la segunda es un paisaje con esa serie de árboles típicos de ribera, con poca frondosidad, pero cuyos arbustos delante de las aguas que llenan el lago dirigen nuestra mirada a una vegetación tupida al otro lado del mismo, recortando como hacía en las composiciones del Cantábrico esa masa sobre un cielo nuboso
Por último, recordar algunas pinturas tanto en Holanda, más en concreto en Vriesland donde en 1877 nos dejó una equilibrada obra, donde situó a la izquierda el trozo de campo que conforma el margen de la laguna y en la derecha dejó la masa de agua que servía de espejo, reflejando la frondosidad de la alameda del fondo y un cielo cubierto de nubes; como en el sur de Francia, en esa bajamar de Ghéthary, pintada en 1881, donde fija un estrato de rocas asomando sobre la arena, y mar adentro otras formas rocosas donde rompen las olas. Sabía combinar con gran pericia la masa del mar con la línea del horizonte para ampliar la mirada del aficionado a la pintura.
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El Ágora (17-9-2021)
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