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El paisaje de Calatayud
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FRANCISCO TOBAJAS GALLEGO | Marcial ya nos habla en sus epigramas de las escarpadas cimas del Vadaverón y del delicioso bosque de Boterdo, quizá la huerta de Campiel. Otros muchos viajeros dejarán constancia en sus libros del paisaje de esta parte de Aragón, aunque todos confirman la fertilidad del valle del Jalón.
Gustave D'Alaux, en su libro de 1846, escribe: "de Zaragoza a la Almunia es un desierto; de la Almunia a Calatayud, un jardín". Así el fraile jerónimo Norberto Caimo, que conoció Aragón el verano de 1755, queda impresionado por la campiña que rodea a Calatayud, que se semeja al paraíso. El ilustrado Antonio Ponz considera hermosas las vegas de Calatayud y del Jiloca, pues son productivas y fértiles. La naturaleza, gracias al trabajo del hombre, aparece bella y pujante, ofreciendo alimentos y riqueza. A finales del XVIII el viajero Antonio Conca anota también la fertilidad de las tierras que rodean a Calatayud. En esta misma época el viajero Jean François Bourgoing escribe: "Al salir de Ateca el valle se hace menos estrecho, pero siempre bello y fértil; está regado por el Jalón, cuyo curso pendiente sigue de lejos las sinuosidades. No he encontrado en España región más agradable, cultivada con más cuidado que este valle, desde Cetina hasta Calatayud casi sin interrupción. Se han hecho al Jalón, por un medio muy simple, sangrías que pasean sus beneficios por todas las heredades a cuyo alcance pasa".
Laborde relata en 1808: "Uno se encuentra entonces muy resarcido por el espectáculo interesante que se tiene frente a los ojos. La vista se sumerge en el soberbio valle de Calatayud: la naturaleza parecía haber desplegado allí todas sus riquezas: inmensas y soberbias alfombras de verdura se extienden por todos los lados, los árboles se multiplican; dos ríos, el Jalón y el Jiloca, hacen discurrir por allí sus aguas vivificantes, arroyos abundantes recorren las tierras y llevan a ellas la fecundidad: en una palabra, la villa de Calatayud se eleva en medio de ese paisaje magnífico, adosado a una montaña donde se ven ruinas de edificios que anuncian su antigüedad. Se llega allí después de haber recorrido con placer una parte de ese encantador valle".
Mackenzie, en su segundo viaje a España, en 1834, anota la "alta fertilidad" de la zona de Calatayud, que convierte a la ciudad en "hermosa e interesante". Calatayud está "situada en parte en el mismo valle, en parte en una de las colinas que la rodean, con un número de antiguas torres, ya en un estilo diferente de las de Zaragoza, elevándose desde sus iglesias y conventos. Una hilera de viviendas miserables se ve hacia el escarpado borde del precipicio sobresaliente, al estar excavadas en la roca, sus ventanas dan a los tejados de las casas del fondo del valle, con ropas colgando de ellas y mujeres mirando fuera a la diligencia que pasa, mientras el humo asciende desde arriba de la colina, que así parece en llamas. Para completar la pintura, encima de todo, y coronando las crestas más altas, se descubren las formas antiguas de un castillo árabe, en un estado casi perfecto".
Charles Didier, en su visita de 1836, destaca el edificio de los jesuitas, "inmensa construcción de ladrillos de aire bastante severo". Pero también le impresiona el tropel de mendigos que espera la sopa boba a las puertas del convento de capuchinos, a las afueras de la ciudad.
El barón Davillier, que pasó por Calatayud en 1870, constata el trabajo del cáñamo en el barrio alto de la morería, que compara con el Sacro Monte granadino. Este barrio alto también impresiona a otros viajeros que pasan por la ciudad.
Así José María Quadrado, en 1844, da cuenta del singular paisaje urbano de Calatayud, entre barrancos, montes y fortalezas: "Allá en la eminencia, en el rápido declive de las cuestas que apenas dejan afirmar el pie anidábase la población primitiva; y las casas excavadas en la peña que imprimen a Calatayud un sello tan original, y en las cuales los moros se labraban viviendas sólo abiertas al sol de medio día, reaparecen en Daroca si bien con menor frecuencia. Aire puro, hermoso cielo y variada perspectiva junto con la fortaleza del sitio compensaban la aspereza de la posición: de un lado se extienden los ojos hasta las nevadas colinas del Moncayo, del otro siguen al Jiloca culebreando y ramificándose por la fertilísima vega; a los pies yacen estancados en el hondo barranco los humildes techos de la ciudad dilatándose por sus huecos y recodos, al derredor alinéanse las cien torres en vasto giro describiendo la ondulación de las colinas. Fatigado de errar el forastero por las enriscadas sendas encerradas en el casco de los muros, siéntase a meditar sobre aquella mezcla extraña de grandiosidad y pobreza, sobre tanta multitud de templos para algunos centenares de vecinos, sobre aquel recinto que tan ancho viene a la población como a esqueleto infantil de un mausoleo; y se pregunta si es un suelo de ruinas el que pisa, y si asiste a una de tantas decadencias insigne ejemplo de las vicisitudes de los siglos".
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