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Mosén Inocencio

FRANCISCO TOBAJAS GALLEGO | Mosén Doroteo Lamana Coronas firmó en Saviñán su primera partida de bautismo el 9 de septiembre de 1942, sustituyendo a mosén Julio Yangüas. El 27 de enero de 1948 murió en Saviñán su madre Eleuteria Coronas Caudevilla, natural de Borja, que contaba ochenta y nueve años. Era viuda de Santiago Lamana Zaro, de Borja, e hija de José Coronas Guillén, de Monesma de san Juan, provincia de Huesca, y de Crispina Caudevilla, de Borja. Mosén Doroteo Lamana, que redactó su partida de defunción, dio licencia al cura de san Andrés de Calatayud, mosén Bartolomé Lajusticia, para el oficio de sepultura.

Mosén Doroteo Lamana murió en la casa parroquial de Saviñán el día 7 de septiembre de 1960, a las cinco y media de la mañana, a causa de una bronquitis crónica y de una cardiopatía congestiva. Recibió los sacramentos de su coadjutor, Saturnino Martínez, quien firmaba su partida de defunción, como encargado de la parroquia de san Pedro de Saviñán.

Lo sustituyó mosén Inocencio Ramón Bueno, quien firmaba su primera partida de defunción el 22 de noviembre de 1960. Anteriormente, a primeros del año 1953 daba su visto bueno a las partidas de defunción del año 1952. El 18 de febrero de 1954 daba su visto bueno a las partidas de defunción de 1953, firmando de puño y letra junto a un sello de tinta que decía: Arciprestazgo de Sabiñán.

El 3 de diciembre de 1960 murió Constantino Ramón Hombrados, natural de Milmarcos, Guadalajara, y entonces vecino de Saviñán. Era el padre de mosén Inocencio Ramón.

Constantino Ramón era entonces viudo de María-Vicenta Bueno Cortés, e hijo de Juan-Francisco Ramón Martín y de Juliana Hombrados García. Murió en la calle Mayor nº 56, a causa de una trombosis cerebral. Saturnino Martínez seguía siendo entonces el coadjutor de la parroquia de san Pedro de Saviñán.

Mosén Inocencio nos enseñaba el catecismo en la iglesia, sentado en una silla de pie bajo, a los muchachos y muchachas aspirantes a la primera comunión. Las chicas se sentaban en los bancos de la izquierda, a la derecha del mosén, y los chicos en los de la derecha, a la izquierda del mosén. El último día de la catequesis y ya cercano el día de nuestra primera comunión, mosén Inocencio nos dio de comulgar a todos, para probar. Serían hostias sin consagrar, claro. Algunos chicos decían que era pecado tocarla con los dientes.

Todos los sábados a las cinco de la tarde tocaban las campanas anunciando la confesión semanal. Los chicos se confesaban de frente y las chicas por los laterales, a través de unas ventanas con celosías. Antes de la Semana Santa se rezaban en la iglesia las cruces antes de las tres, hora de entrar a la escuela. A las cruces iban todos los chicos y chicas de las escuelas. Nos gustaba mucho porque cuando mosén Inocencio daba fe de las tres caídas de Jesús con la cruz a cuestas, se debía besar el suelo, y entonces todos nos arrodillábamos, no sin gran estruendo, pues el suelo era de tarima. No faltaban tampoco los empujones y las zancadillas, pero mosén Inocencio lo soportaba todos los días sin quejarse demasiado.

Los jueves, después del recreo del mediodía, mosén Inocencio acudía a la escuela de los chicos. La visita debía ser cada quince días, alternando las escuelas de chicos y de chicas. De chicos había dos escuelas y otras dos de chicas. De la escuela de los cagones se salía con cinco años. En la escuela de don César se entraba con seis años y se salía con diez, pasando por cuatro cursos. Luego se subía a la escuela de arriba o de los mayores, que regentaba don Antonio, que estaba casado con la hija del entonces secretario del Ayuntamiento, Manuel Amilburu. Allí se cursaban otros cuatro cursos hasta los catorce años, que era la edad con la que se salía de la escuela. Doña Carmen López Cebrián era la maestra de los primeros cursos de las chicas. Una tarde a la semana cosían con bastidor y para el mes de mayo cantaban por las tardes unas canciones muy bonitas y emocionantes, que se podían escuchar desde la escuela de los chicos, entonces ya con las ventanas abiertas por el calor.

En sus visitas, mosén Inocencio preguntaba el catecismo y daba unas pequeñas pláticas. Un día me dirigió una pregunta del catecismo y tuve suerte porque le pude contestar bien. Para comulgar como Dios manda se debía uno saber el catecismo de primer grado de cabo a rabo. Y yo me lo sabía de memoria. A mí me llamaba mosén Inocencio por el segundo apellido, Gallego. Mosén Inocencio había bajado en alguna ocasión a casa de mi abuelo, donde yo también vivía con mis padres. Por eso me conocería de cara. Lo recuerdo en alguna ocasión sentado en la cocina, al lado del hogar, hablando con mis abuelos.

Un buen día por el pueblo corrió la noticia que mosén Inocencio había muerto en Valencia, donde se había marchado de viaje. Contaban que se le había abierto la puerta del coche en el que viajaba, puede que un viejo seiscientos, y mosén Inocencio se precipitó contra la acera, dándose un golpe en la cabeza que a la postre fue mortal.

La tarde que lo iban a traer a Saviñán no hubo escuela. Los chicos y chicas de las escuelas fuimos a san Antonio, donde se levantaba el peirón de ladrillo dedicado al santo, a esperar al coche fúnebre. Los chicos ocupábamos la acera de la parte de la fábrica de gaseosas de El Ralla, y las chicas la contraria. Pero la tarde fue transcurriendo y el furgón fúnebre no llegaba. Allí se había congregado todo el pueblo, con las autoridades y fuerzas vivas, para dar al mosén el último homenaje. La tarde comenzó a pardear y ya entonces los chicos habían perdido hacía un buen rato las filas y las alineaciones. La gente comentaba, paseaba y los chicos se perseguían entre los corrillos. Por fin alguien con algo de sensatez nos mandó a todos a casa.

Al día siguiente tampoco hubo escuela por la tarde y otra vez fuimos los escolares a san Antonio a esperar a mosén Inocencio. Pero esta vez sí que llegó el coche fúnebre y los familiares. Los sobrinos mayores de mosén Inocencio iban en un Land Rover. La iglesia estaba aquella tarde a rebosar. Yo me subí con otros chicos a uno de los púlpitos para ver mejor. Al término de la misa pasó todo el pueblo por delante del ataúd. Yo pasé de la mano de mi prima, que era mayor que yo. "¿Lo has visto?", me preguntó y claro yo tuve que mentirle.

Su recordatorio se repartió por todas las casas del pueblo. Todavía se guarda en mi casa. En él se decía que había muerto el 24 de abril de 1969, a los sesenta y dos años. Se nombraban a sus hermanos Vicenta, Isidoro y Atilana, a sus sobrinos Javier, José-Vicente e Isidoro-Inocencio, y a mosén Narciso, entonces coadjutor, al que se le llamaba en el pueblo el cura joven.

Su partida de defunción la firmó mosén Narciso Pérez el 14 de mayo de 1969. En ella se decía que mosén Inocencio había muerto el día 24 de abril, a las primeras horas de la mañana, en accidente de automóvil en Valencia. Tenía sesenta y cuatro años (edad que no concuerda con la del recordatorio) y era natural de Ibdes. Se trasladó a Saviñán donde se enterró el día 26 de abril.

El cuñado de mosén Inocencio, Isidoro Gil, se había casado en segundas nupcias con Vicenta Ramón Bueno, hermana de mosén Inocencio. De su primer matrimonio había tenido al menos un hijo llamado Manuel Gil, que era actor.

De su segundo matrimonio tuvo tres hijos, dos mayores y uno pequeño, llamado Isidoro, que era algo menor que nosotros. Por entonces contaría con unos siete años, pues comulgó en la misma misa de difuntos que se ofició de cuerpo presente por su tío mosén Inocencio. Isidoro asistía a la escuela de don César, que lo marcaba muy estrechamente, excediéndose quizá en su celo, tal vez a petición expresa de su tío mosén Inocencio, que debía ser también su padrino de bautismo, porque se llamaba Isidoro-Inocencio. Lo cierto es que don César no lo dejaba en paz a ninguna hora y en toda ocasión le andaba preguntando esto y aquello. A la menor equivocación o titubeo del escolar, don César le ponía la cara colorada como un tomate. Todos los muchachos contemplábamos aquel calvario un día y otro día con caras largas y un cierto desasosiego. El pobre Isidoro se llevaba todos los días los primeros coscorrones de la larga jornada escolar. Así era entonces la educación y la letra entraba en el peor de los casos con castigos y coscorrones.

Isidoro, nuestro colega de desventuras escolares, tenía un padre que a nuestros ojos nos parecía muy mayor. Gastaba gabardina y pasaba a comulgar del brazo de su mujer. De trecho en trecho tenía que levantarse los párpados de los ojos, porque se le cerraban sin querer.

Un domingo cuando pusieron en el salón de cine una película en la que trabajaba su hijo Manuel Gil, el padre de Isidoro fue al cine de la calle Nueva con toda la familia, a pesar de su problema con los párpados. No sé si fue en aquella película o fue en otra cuando Manuel Gil corría por unas alcantarillas perseguido por alguien. Era una película en blanco y negro y es la única escena que recuerdo. Años más tarde Manuel Gil interpretó a un guardia civil en una serie de televisión. Antes de las películas se pasaba el Nodo, donde siempre salía Franco. Luego salían unas palomas revoloteando y todo seguido salía casi siempre el león.

Aquel año de 1969 fue sin duda un año de despedidas. El día 12 de diciembre de 1969, a las once de la mañana, murió José-María Caballero Martínez, a consecuencia de una peritonitis. Tenía diez años y era hijo de José-María y de Consuelo, además de nuestro amigo. Los últimos sacramentos se los administraron en Zaragoza. Su partida de defunción se fechó el día 13 de diciembre, día de santa Lucía. Aquel año yo iba ya en cuarto curso. Él debía repetir tercero. Comentaron que se había caído jugando en el recreo, por la huerta de Luis Lafuente, y ya no volvió a la escuela. Vivía en la calle del Charco. En aquella calle tan estrecha habíamos jugado tardes enteras a las chapas y a los pitones. Alguna tarde merendaba una rebanada de pan con vino y azúcar. Lo llamaban "Cobarro".

Sus amigos de la escuela estuvimos en su entierro y tampoco faltamos a la misa que se celebró a la semana de su muerte. Como siempre, nos pusimos en los primeros bancos de la derecha. Hacía tanto frío aquella tarde de diciembre en la iglesia y se colaba por las rendijas de la puerta de la vieja sacristía un aire tan frío, que al otro día tuve que guardar cama por la fiebre. Pero eso fue lo de menos.

De Cosas de mi pueblo, 2007

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