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La Dama del Lago

Abandona presto el gerifalte el guante del su dueño, embelesado por la visión de la tórtola que acaba de aparecer sobre los fresnos, junto al río, tiene un primer lance, pero la tórtola lo esquiva, por lo que la persecución se alarga más de lo deseado, preocupado por la posible pérdida del valioso animal, su dueño pica espuelas de su caballo.

-Mi señor don Alfonso, esperad que os acompaño.

-Mal día tendría que tener, si no soy capaz de encontrar mi halcón sin ayuda de mi alférez.

Dicho esto, tiró de las riendas y se abalanzó entre los fresnos, allí mismo un río circulaba con aguas claras, no permitió que abrevara el caballo, preocupado por su halcón, el más preciado de su colección; al cabo oyó ruido de agua al caer y se encontró con una cascada sin igual en su reino, el agua caía pausadamente, hilándose y entretejiendo una maraña de gotas, como si estuviera hecha de la mejor seda, o de los cabellos del más blanco rocín.


Allí se quedó unos momentos extasiado, pero el grito de su halcón le indicaba que por fin había alcanzado a su presa, presto se dirigió hacia una pradera a su derecha, donde encontró al halcón dando buena cuenta del ave, desmontó y contempló maravillado un lago entre los sauces, donde se reflejaba el cielo y las paredes entre las que estaba encajado, en todo el reino los maestros cristaleros, jamás hubieran conseguido un espejo así, ni con todo el azogue del mundo.




No se movía una hoja, el tiempo parecía haberse detenido, el silencio lo llenaba todo, el mismísimo rey Arturo hubiera pensado que la dama del lago estaría allí, para entregarle su espada, el rey de Aragón se puso de rodillas en la orilla y como un nuevo Narciso, allí se quedó viendo su reflejo en el agua.





Empinada era la cuesta, una vez cruzado el Jiloca, árido y seco era el camino desde Calatayud, pero querían recorrerlo en una jornada, pocas sombras les habían acompañado, pero tenían muy claro que hoy dormirían en la tierra que sería su cobijo hasta la muerte.




El más joven de todos, espoleó a su mulilla con la ansiedad que le daba su juventud, quería ser el primero en dar la nueva a los demás y a lo lejos lo vio, un torreón ya desmochado por el abandono de unas guerras en las que nunca participó, no se lo pensó más y volvió grupas para encontrarse con los doce monjes que le seguían.

El monje se apeó de la mula y se acercó a la caravana de carros que le seguía.

- Padre Gaufrido, ya hemos llegado, allí está el castillo. -dijo señalando al horizonte.

- ¡Alabado sea el señor!

Todo el grupo se reunió junto al abad Gaufrido, doce monjes montados en mulas y carretas, donde llevaban todas sus posesiones y algunas cabezas de ganado.

- Hermanos, regocijémonos en el señor, pues después de casi un año desde que salimos de Poblet, por fin hemos llegado a nuestro destino, y no nos olvidemos de agradecer en nuestros rezos a nuestro amado rey Don Alfonso segundo que graciosamente hizo donación de estas tierras a nuestra orden.

Hicieron un círculo y con ojos bajos y las manos unidas se dispusieron a rezar, pues este sería el último reposo antes de la gran tarea que les aguardaba.



Tres años ya en el monasterio, atrás quedó su pasado, una juventud marcada por desmanes, en los que el vino y la sangre corrieron a la par, en uno de esos lances, tuvo que huir de la justicia, por lo que para su seguridad abandonó Castilla, para ingresar en un cenobio de Aragón, huyó del castigo de los hombres para implorar el perdón divino, pero no contaba con el acecho del diablo y sus agentes.




Esa noche la luna llena brillaba con todo su esplendor, un rayo juguetón le cegó momentáneamente, a través del ventanuco de la celda, mil recuerdos acudieron a su mente, el rayo se transformó en la gasa de un vestido femenino, la cara de un ser maravilloso se le formó en su memoria, tiempos pasados, gozos que no se habían olvidado.



Salió de la celda detrás de aquella ilusión, por los jardines el resplandor iba dejando tras de si, retazos en las ramas de saúcos y retamas, el los iba atrapando con sus manos, imaginaba trozos de vestido de aquella ninfa. Por el río la vio correr descalza, lo atravesó camino de las chorreras y el no se lo pensó, ciego de deseo quería atrapar aquel ser que había despertado arcanos deseos.

-¡Detente!

-Sígueme. -Susurraba la limnátide

Tres aldabonazos sonaron en el monasterio, los golpes de San Benito despertaron a la comunidad.

En la orilla del lago quedó el sayal del fraile abandonado, él quedó olvidado para siempre de la memoria de los hombres.






Un postrero golpe de pico y un hueco se abrió ante ellos. - Por fin. -Exclamaron, después de seis meses de afanoso trabajo.


-Que avisen a don Federico. - Ordenó el capataz

No tardó este en bajar por el pozo excavado con tanto trabajo, el sueño, su sueño, estaba a punto de hacerse realidad.

No bien se agrandó el hueco, lo suficiente para que cupiese una persona por él, se adentró el primero, le amarraron una soga a la cintura para evitar una caída que se presumía fatal en ese suelo tan resbaladizo.



Antes que sus ojos se acostumbraran al entorno, lo primero que notó fue el ruido, una atronadora descarga continua sobre su cabeza, el revoloteo de algunas palomas sobre su cabeza le indicó su posición y por fin miró hacia la luz, una lluvia de perlas multicolores cerraba la boca de la gruta, no se podía concebir que aquello fuera simplemente agua, mil veces la había observado desde fuera y nunca imaginó que desde dentro fuera mil veces más impresionante.




Ante la aparición del sol, un mágico destello recorrió la gruta, millones de arco iris se formaron en un momento, dando una luminosidad y un colorido igual que un atardecer en un patio de la Alhambra de Granada.

- Cuanta razón hay, al final del arco iris, siempre se encuentra un tesoro.




Qué! Foto (30-11-2010)

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