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La reliquia de San Íñigo
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F. TOBAJAS GALLEGO | Allá en el vértice septentrional de La Bureba, en las frías orillas del río Oca, ya próximo a dar con el Ebro, se levanta la venerable villa condal de Oña, que fue fundada y amurallada, según reza la tradición, por el conde Fernán González poco antes de cambiar de milenio. El río Oca nace en la sierra de la Demanda, dejando los señalados Montes de Oca a un lado, al abrigo del Camino de Santiago. Precisamente fue en el 997, con los pésimos augurios del milenio, cuando Almanzor llega a Compostela, arrasando la ciudad, destruyendo además la iglesia y dejando que su caballo saciara la sed en la fuente bautismal del templo jacobeo, aunque según la leyenda, respetó el sepulcro del apóstol Santiago.
Según Dontenville, existieron en tiempos prehistóricos cuatro caminos de peregrinación entre los pueblos de Occidente, entre ellos la ruta hispana. Para los Compañeros Constructores, el camino será a la par una escuela y una ruta de perfección. Rafael Alarcón, en su sorprendente libro que recrea la mágica sombra de los Templarios, nos explica: "Cuando los constructores se cristianizaron, para sobrevivir, transformaron de una manera muy curiosa su `apodo' de oficio. De `jars' se pasó a `jacques'. Y el camino iniciático que acostumbraban a recorrer, denominado Camino de las Ocas Salvajes o de los Cisnes -o lo que es igual, de los `jars' libres-, pasó a llamarse Camino de Santiago, es decir de Sant Jacques".
Todo el mundo habrá caído en la cuenta que el Juego de la Oca es en realidad un camino de Ocas que conduce al Jardín de la Oca, tras superar los obstáculos que se suceden en una marcha en espiral, en trece etapas, las mismas que aconseja el Codex Calixtinus para recorrer el Camino de Santiago en España.
San Iñigo se inicia como anacoreta en los montes de Tobed y como ermitaño en San Juan de la Peña, y es allí precisamente donde lo busca Sancho el Mayor de Navarra, para convencerle de que se hiciera cargo de la recién creada comunidad de San Salvador de Oña. Los numerosos milagros obrados por San Iñigo, fueron recopilados por fray Iñigo de Barreda, que entre otros prodigios cuenta la salvación de unos peregrinos, que al naufragar cruzando el Ebro en barca, camino de Oña, clamaron: "Señor Dios de San Iñigo, socórrenos". Como así ocurrió. En 1599 Oña donó a Calatayud, patria de San Iñigo, una reliquia del cuerpo del santo, siendo sacada frecuentemente en rogativa de agua en tiempos de pertinaces sequías. Los cronistas cuentan que la ciudad siempre se veía favorecida con la deseada lluvia. En otras ocasiones, el agua en que era sumergida la reliquia de San Iñigo, era utilizada para curar a los enfermos, como vino a suceder el año 1604 en la persona de Juan de Moros el Mozo, según certificó en su día el notario real de Calatayud, Antonio Gayán, luego monje profeso en el monasterio de Oña con el nombre de fray Iñigo de Calatayud.
Las cabezas relicario de San Gregorio de Ostia, que se venera en Sorlada, que puede proceder de la encomienda de Aberin, y la de San Guillermo de Arnotegui, de Obanos, junto a Eunate, quizá procedente de esta casa templaria o de la de Puente La Reina, se sacan en procesión durante la semana de Pascua, pasando luego a través de ellas vino y agua, que se guardarán como medicina. La Cruz templaria de Caravaca también era sumergida en vino y agua con el mismo fin y la cabeza de San Frutos de Sepúlveda, provincia de Segovia, era sumergida en una fuente donde permanecía hasta que traía la lluvia. En 1786 la cabeza reliquia de San Gregorio de Ostia fue paseada a lo largo y ancho de las Comunidades de Daroca y Calatayud, con el fin de combatir una plaga de gusanos que devoraban los olivares, las viñas y los frutos de las heredades. Una tarde, visitando la reliquia el lugar de Saviñán, dos eclesiásticos aprovecharon la ocasión y con la debida licencia pasaron abundante agua por la Santa Cabeza, para satisfacer las peticiones de los vecinos que la pedían para beber y conservarla.
Otro tanto ocurría con el roquete que había pertenecido a San Pedro Arbués y que llevaba puesto la hora de su asesinato en La Seo zaragozana. El roquete, que llevaba algunas manchas de sangre, lo guardaba Francisco de Vera a buen recaudo en un cofre de oro forrado de rojo carmesí, y a su vez envuelto en una toalla de raso, dentro de otra toalla de tafetán carmesí, como así lo cuenta el doctor don Vicencio Blasco de Lanuza, canónigo penitenciario, calificador del Santo Oficio, Regidor del Hospital de Nuestra Señora de Gracia, y además autor de la Historia de la vida y milagros de Pedro Arbués de Épila, primer inquisidor de Aragón. El roquete se colocaba en la cama de los enfermos y en ocasiones se pasaba agua por él, para que pudieran beberla los fieles. Cosa nada extraña. Al rey galán, como llama Diego de San José al rey Felipe IV, le colocaron en su real cama y mientras agonizaba, la momia de San Isidro, por ver si le aliviaba de aquel trance.
Por cierto, el erudito Tomás Ximénez de Embún defendía que detrás del seudónimo de Avellaneda, autor del otro Quijote, se escondía la mano de don Vicencio. El documentadísimo Martín de Riquer echa las culpas literarias a Gerónimo de Passamonte, natural de Ibdes, como el Pelao del cuento que contaba el soldado viejo natural de Borja. Sobre gustos....
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