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La escuela de los cagones
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FRANCISCO TOBAJAS GALLEGO | Antes de cumplir la edad reglamentaria para asistir a la escuela pública obligatoria, mi madre me llevó a la escuela de los cagones, pagando una peseta diaria.
El primer día fui a la escuela de párvulos de la mano de mi madre, con una cartera de plástico roja, con asas azules, que contenía una goma de borrar, un sacapuntas verde, un lápiz amarillo nuevo y un cuaderno de dos líneas con un elefante africano llenando toda la portada, con un pequeño recuadro en la parte inferior para poner mi nombre. En la tapa de atrás venía el dibujo de una selva, como la que aparecía en las películas de Tarzán, con una pequeña ficha, donde se explicaban las características y costumbres del animal que ocupaba la portada.
Aquel primer día de escuela, nos dimos cita muchos párvulos un tanto cohibidos, que todavía no sabíamos leer ni escribir siquiera nuestro nombre de pila.
La escuela de párvulos era un pequeño local que abría sus puertas en los bajos del cuartel de la Guardia Civil, junto a la casa de mi abuelo, en la llamada calle Nueva o calle del conde de Argillo. A esta calle, donde se encontraba la escuela de párvulos, y a la que subía perpendicular, desde la calle del Charco hasta la plaza del Ayuntamiento, daba la fachada del molino de aceite del conde, que era dueño además de otros muchos edificios y terrenos. A la calle Nueva abría una pequeña ventana del molino, por la que los obreros sacaban en cestos el cuesco que se producía en la molienda de las olivas. El cuesco se cargaba en un pequeño camión que hasta allí mismo aculaba, ocupando toda la calle el tiempo que durara la operación. Pero nadie se quejaba demasiado por aquella incomodidad.
El conde también tenía un palacio, que daba a la plaza Muñoza, y un jardín enorme en la parte de atrás del palacio, donde los chicos nos metíamos a jugar, aprovechando que estaba abierta la puerta, por donde se entraba también al molino. Pero tarde o temprano por allí siempre aparecía el tío Carmelo, que era cojo, y nos mandaba desalojar. Los chicos más descarados le cantaban a coro:
-¡Carmelo, caramelo, Carmelo, caramelo!
En el otro extremo de la calle Nueva abría sus puertas la imprenta. La imprenta tenía un pequeño mostrador de cristal, que mostraba cajas de gomas de borrar de diferentes tamaños y colores, cajas de pinturas Alpino, con media, docena o docena y media de pinturas, lápices cilíndricos de madera, lápices de madera muy dura pero astillosa, sacapuntas de varias formas y colores, cuadernos de dos líneas, con animales salvajes dibujados en sus tapas duras, cuadernos de una línea, con la tabla de multiplicar y las cuatro reglas básicas llenando la contraportada, cuadernos de espiral y libretas de dos tamaños, grandes y pequeñas. Sobre el mostrador siempre se amontonaban algunas revistas de actualidad semanal.
En una de las esquinas de la calle Nueva se situaba la tienda de la Violante, una tienda de comestibles y ultramarinos, donde se vendía de todo, desde hilos a escobas. Con el tiempo colocaron en esta esquina una máquina donde, echando una peseta, salían bolas de chicle de colores.
En la misma acera de la escuela se encontraba el salón de cine, con una pequeña ventana que hacía de taquilla, la puerta de entrada con dos hojas y otra puerta pequeña que daba a la cabina de proyección. En una mesa pequeña, bajo la escalera que conducía a la cabina de proyección, se pasaban a mano los rollos de película, pegando los numerosos cortes con mucha paciencia y la correspondiente acetona. En el salón de cine trabajaban tres o cuatro operarios. Un chico mayor que nosotros pasaba los rollos y colocaba los carteles en la fachada del cine y en la del Ayuntamiento todos los domingos por la mañana. Luego estaba el que proyectaba la película y el que estaba de puerta para recoger las entradas, que también hacía las veces de acomodador.
El cine tenía un pasillo largo, con varias filas de butacas de madera sin mullido a cada lado. También el salón tenía su gallinero, con bancos sin respaldo, donde iban los chicos más enredadores. Desde allí gritaban, pataleaban y silbaban cuando la película se cortaba de improviso en lo mejor de la trama.
De las paredes del cine colgaban algunos carteles de viejas películas del oeste y de las otras. Las noches de verano se abrían en el techo unos tragaluces, que aliviaban un tanto el calor.
Enfrente de la escuela se situaba la farmacia. La puerta de la calle, muy pesada y chirriante, daba paso a un patio muy oscuro. De allí y por otra puerta de muelles se pasaba a una estancia húmeda y en penumbra, que olía a potingues. En el cuarto de la farmacia había un baúl de madera noble, dos copias de retratos de Julio Romero de Torres y un mostrador de cristal con una caja registradora, bajo el cual se exponían chupetes, peras para las lavativas y tetinas. Tras el mostrador una cortina verde cubría la entrada a la rebotica, custodiada por varias estanterías con tarros de cerámica.
A través del cristal de la ventana de la rebotica, que daba a la calle Nueva, se podían distinguir todas las cajas de los medicamentos perfectamente ordenadas en varias repisas, que cubrían las cuatro paredes. Al lado de la ventana había una mesa de despacho, con su portafolios, su abrecartas y una cruz de metal con un Cristo crucificado.
En la fachada sobresalía un cartel que informaba: Farmacia. Licenciado S. Muñoz.
La escuela de párvulos tenía una pizarra, un banco para los tontos y una mesa y una silla para la maestra, junto a la estufa de serrín. En ella se disponían unas mesas circulares con poyetes, donde se sentaban las chicas, y unos pupitres y mesas alargadas para los chicos. También había un cuarto oscuro, muy húmedo y sin luz, que confrontaba con el corral del cuartel, donde se amontonaba el serrín, las mesas sin patas, los bancos cojitrancos y las cabezas despintadas de los gigantes y de los cabezudos, que salían para las fiestas de san Roque.
La puerta que daba entrada al cuarto oscuro, era una puerta grande y vieja, que rozaba en el pavimento de baldosas rojas y amarillas, y mostraba un gran boquete. La maestra castigaba a los enredadores, a los charlatanes y a los desobedientes recalcitrantes, mandándoles a las esquinas de la escuela, mirando a la pared y sin moverse. En el cuarto oscuro expiaban sus culpas los chicos más maliciosos, los más perturbadores y se quedaba sin comer el autor de alguna barrabasada.
Cuando daban la una, la maestra empujaba una mesa hasta la puerta del cuarto oscuro, para que el castigado no pudiera salir, aunque empujara encorajinado con todas sus fuerzas, cerraba con dos vueltas de llave la puerta de la escuela y nos mandaba a todos a comer.
El castigado, al verse solo en el cuarto oscuro, gritaba enfurecido, dando puñetazos en la puerta.
-¡Señorita, déjeme salir! ¡No me deje aquí solo! ¡Ábrame, señorita, ábrame. Le juro que no lo volveré a hacer nunca más!
Los chicos mayores que bajaban de la escuela del recreo, se burlaban de él sin compasión.
-Llama a tu madre, llámala para que te limpie los mocos, cagón.
Aquel día comíamos en un santiamén y volvíamos a toda prisa a la puerta de la escuela, para ver lo que pasaba. Algunas mujeres se acercaban un tanto alarmadas, al ver delante de la escuela a tanta gente. La madre del castigado intentaba tranquilizar desde la calle a su hijo, que lloraba muy amargamente su encierro.
-¡San Roque bendito, con lo bueno y cumplido que es este chiquillo mío y la maestra me lo tiene encerrado como a un criminal! ¡San Roque bendito, socórreme en este trance tan amargo!
Entre las cuatro paredes de la escuela de los cagones, encaladas con cal y añil, con incontables cagaditas de moscas y telas de arañas, aprendí las primeras letras de la primera cartilla Rayas, de don Ángel Rodríguez Álvarez, que comenzaba con las vocales, acompañadas de un dibujo ilustrativo. La iglesia con la i, la uva con la u, el ojo con la o, el abanico con la a y el erizo con la e. Luego continuaba con las diferentes consonantes. La eme con la a, ma, la te con la e, te, la ele con la i, li, la be con la o, bo, la de con la u, du. Para seguir con los diez primeros números. Un elefante, dos pollos, tres hojas, cuatro peces, cinco flechas, seis tazas, siete bolas, ocho cerezas, nueve pajaritas y diez dedos.
Todos los días mi madre me ayudaba a repasar la lección que llevaba atrasada, para que no tuviera la desfachatez de repetirla una vez más y la maestra me pasara a la siguiente. Mi madre me insistía una y otra vez en repetir las nuevas palabras de la lección, mientras andaba preparando la cena, o echaba puntos para hacer un jersey verde con ochos, o un pasamontañas con lana que no picara, o remendaba los calcetines con un huevo de cristal, o cosía el dobladillo de los pantalones de los domingos, o cortaba tela para hacerme una pajarita para los días de fiesta de guardar, o esbayaba las almendras, o escogía las olivas negrales, o pasaba los garbanzos y las judías, o cuando me lavaba todos los sábados, limpiándome los gusanos de las orejas.
-Si no quieres limpiarte las orejas, los gusanos harán una cuerda muy larga, muy larga, y se te llevarán al río.
La palabra que más esfuerzo me costó memorizar fue una palabra muy rara, una palabra corta y extraña, la palabra sofá, que venía en la cartilla dividida en dos sonidos so-fa.
-So, so, so..., como gritan a las caballerías para que se paren. Y fa, fa, fa..., como hace el tren cuando sube por la Casilla echando humo.
Mi madre me obligaba a repetirla una y otra vez, hasta que se me metiera en la mollera de una vez por todas. Mi madre siempre fue muy perseverante para estas cosas, con una paciencia semejante a la santa paciencia del santo Job.
Mi madre me levantaba todas las mañanas con la hora justa, ni muy tarde ni muy temprano.
Mientras fui un niño culero, dormía en un capazo de palma, con blusones blancos. Para que no me destapara durante las largas y frías noches de invierno, mi madre cogía cada extremo de las sábanas y de las mantas con una pinza de metal, que iba sujeta a una goma, para que al dar la vuelta no me destapara. Cuando fui dando los primeros estirones y el capazo se quedó pequeño, mi madre me pasó a una cama pequeña.
Todas las mañanas de los inviernos, mi madre me bajaba en brazos a la cocina, arrebujado en una manta azul de algodón, la misma que mis tías empleaban para llevarme bien abrigado a las comedias de la plaza, o para bajarme al portal de casa la fría mañana que Emilín se llevaba el tocino al matadero, con un pozal de cinc metido en la cabeza.
Mi madre me vestía todos los días en el banco de la cocina, cerca del fuego. Luego me lavaba las manos y la cara con agua tibia. Cuando llegaba el buen tiempo me lavaba en el lavabo de pie del granero, con el agua de la fuente que se sacaba con un vaso de metal de la tinaja grande.
En la cocina de mi casa había un hogar de leña, un banco adosado a la pared, con la piel blanca de una oveja, una mesa redonda donde comíamos y cenábamos ocho, media docena de sillas de anea, una máquina de coser Singer, que había pertenecido a mi bisabuela, una lavadora Bru, donde la ropa daba vueltas y más vueltas y la espuma del jabón subía hasta el mismo borde, sin salirse, un armario pequeño donde se guardaba la lata de la leche condensada, la sal y las especias, y un armario muy alto pintado de marrón oscuro, atestado de soperas de todas las formas y tamaños, pucheros con parches de estaño, vasos, tazones, copas pequeñas, platos y fuentes de porcelana, platos hondos y llanos de cristal, y dos cajones repletos de paños de cocina y delantales, cortados de vestidos viejos, servilletas, cubiertos de alpaca, cucharones, raseras y cuchillos de diferentes cortes y tamaños.
Para llegar a lo más alto del armario tenía que ponerme de puntillas en una silla de pie bajo, colocada sobre otra silla alta.
En un rincón de la cocina estaba la tinaja, que se iba llenando con agua de la fuente, conforme se iba gastando. La embellecía un faldellín de volantes de color blanco con lunares azules, ajustado con una goma a la boca de la tinaja, que se tapaba con un tape de madera blanca, que se fregaba con jabón casero y arena de barranco, que vendía por las calles del pueblo el arenero.
Cada mañana mi abuela me ponía la leche caliente en un tazón sin asas, con una tostada o con una rebanada de pan amacerado, que mi abuelo subía de la panadería todos los sábados a la hora del almuerzo.
Casi con la hora justa mi madre me ponía el abrigo, el pasamontañas y los guantes. Cogía la cartera y bajaba las escaleras a toda prisa. Salía corriendo a la carretera, cruzaba el puente sobre la acequia y tomaba la calle del Molino, que daba a la de san Roque, a la altura de la barbería. Subía calle arriba, cruzaba el estanco, que siempre olía a café recién molido, a lejía y a sardinas rancias de cubo, hasta dar con la calle Nueva, a eso de las diez menos algún minuto.
Cuando entraba a la escuela, me dirigía a la mesa de la maestra, le daba los buenos días y le dejaba sobre la mesa la peseta rubia que llevaba bien apretada en la mano.
Después de largos días y largas semanas en dura pugna con aquel lápiz indómito, fui llenando a trompicones las hojas del primer cuaderno de dos líneas, con aquel elefante en la tapa, dibujado en una selva como la de las películas de Tarzán.
Todos los días, a eso de media mañana, la maestra iba llamando por turno a leer la lección, junto a su mesa. Los días que decía bien la lección, me anunciaba con una sonrisa:
-Mañana la siguiente.
Pero cuando no la decía del todo bien, era preciso repetirla una vez más y soportar las burlas de los chicos adelantados.
-Mañana otra vez la misma.
Durante los cortos recreos de media mañana y media tarde, jugábamos con la maestra a la gallinita ciega. En medio de la calle se formaba un gran corro. El que pagaba se dejaba vendar los ojos por la maestra con la bayeta amarilla de limpiar el polvo, siguiendo un pequeño ritual.
-¿Qué se te ha perdido?
-Una aguja y un dedal.
-Pues da tres vueltas y los encontrarás.
Para dejar de pagar, había que coger a un compañero y reconocerlo con el tacto, por la risa o por la voz.
Otros chicos jugaban a la peonza, al aro, al cuadro, al pañuelo, al escondite, a pies en alto y a las adivinanzas.
-Veo, veo.
-¿Qué ves?
-Una cosa maravillosa que empieza por...
También se jugaba a la pelota, lanzándola una y otra vez contra la pared, para recogerla mientras se decía: "Una mañana, muy tempranito, me levanté, me vestí, me lavé, me peiné....". Otros preferían jugar a tapar las calles, que no pase nadie, a en el fondo del mar, matarile, rile, rile, en el fondo del mar, matarile, rile, ron, a un, dos, tres, chocolate inglés, a el que se ría pagará, a la zapatillica por detrás, que ni la ves ni la verás, mirad por arriba que caen judías, mirad por abajo, que caen garbanzos...
En los días de lluvia, la maestra nos dejaba representar en la escuela los cuentos que más nos gustaban, el de la Cenicienta, que comenzaba, érase una niña huérfana, el de la Caperucita Roja, pero, abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes...!, o el de la ratita presumida, una vez una ratita, barriendo su escalerita, un dinerito encontró, ¡qué suerte tengo!, pensó.
Cuando tocaba representar el de la ratita presumida, todos los chicos echábamos en suerte el papel del ratón, porque salía en el último lugar, conquistando el indeciso corazón de la ratita. Y todo seguido todos íbamos de boda, mientras la ratita le preguntaba al ratón: "¿Y por la noche, qué harás?". Y él respondía muy contento: "¡Dormir y callar, dormir y callar!".
La maestra leía entonces el final.
-Y fueron felices y comieron perdices.
A todos nos gustaba cambiar de sitio en la escuela. Los chicos queríamos ocupar los poyetes de las chicas y ellas también se mostraban encantadas por ocupar nuestras sillas y pupitres. Y todos a coro se lo pedíamos a la maestra una y otra vez, hasta que lo conseguíamos. Los chicos nos sentábamos en los poyetes, utilizándolos a modo de caballo.
Pero otras veces la maestra no condescendía a nuestras súplicas de cambiar de sitio y cuando la clase se sublevaba, cogía una caña verde que guardaba detrás de su mesa y con ella en la mano se levantaba y repartía a diestra y siniestra unos buenos golpes, hasta conseguir nuestro silencio.
Cuando llegaban los primeros fríos del otoño, se colocaba en su sitio la vieja estufa de serrín, ensamblando, no sin cierta dificultad, sus tubos abollados y negros por el hollín. Un año faltaba un codo, otro año no encajaban bien los tubos como debían, o el tiro estaba atascado y cuando se encendía no había quien aguantara dentro de la escuela por el humo, aún con la ventaba y la puerta abiertas.
Algún día había ocurrido que, al entrar o salir al recreo con las prisas, alguien había empujado a otro compañero, que se había dado de bruces contra los tubos de la estufa, sin producir más daño que el susto. Con el golpe, los tubos se quedaban bailando una danza extraña y a punto de descoyuntarse. Entonces la maestra, con cuidado, intentaba enderezar aquellos tubos como podía, antes que se vinieran abajo. Incluso buscaba largos alambres para ayudarse en tal empeño. Luego llegaban los castigos.
Me acuerdo que una tarde, como el humo que se escapaba por las junturas de los tubos de la estufa resultaba inaguantable y como todos los esfuerzos para corregir aquella fuga resultaron inútiles, la maestra nos mandó a todos con los bártulos a la calle. Aquella tarde fue una de las mejores tardes de la escuela. Nos sentamos todos en la calle, utilizando la cartera vacía como asiento y la acera como mesa.
Cuando pasaba un hombre del campo, con su macho cargado con leña, con patatas, con manzanas o con remolachas, la maestra nos animaba a preguntarle por las faenas que se hacían entonces en el campo.
El día de su cumpleaños, la maestra repartía a toda la clase caramelos de limón de la pajarita. Lo que ya era todo una fiesta. Las chicas le ofrecían un ramo de flores, que colocaba de inmediato en un jarrón con agua sobre su mesa, mientras toda la escuela, a coro y desafinando, le cantaba el cumpleaños feliz. La maestra llena de emoción nos dejaba jugar al corro de la patata, comeremos los señores, naranjitas y limones, y al patio de mi casa es particular, si llueve se moja como los demás. También la maestra nos enseñaba la canción a mi burro, a mi burro, que le dolía todo el cuerpo, desde las orejas hasta el corazón, y el médico le recetaba para sus males unas cosas muy raras. Luego contábamos una mentira tras otra, tralará, mientras queríamos ser tan altos como la luna, para llegar a ver los soldados de Cataluña, que debían estar muy lejos en la guerra, como Mambrú.
Cuando, durante las horas de clase, nos entraban ganas de mear, se pedía permiso a la maestra. Nos levantábamos de nuestro sitio, íbamos hasta su mesa, levantábamos el dedo y con una voz suplicante se preguntaba:
-¿Me deja ir a mear, señorita?
Y la maestra respondía que sí o que no, según. Normalmente decía que sí y entonces se salía a la calle y se meaba contra la puerta del almacén del tío Cachules, o en medio de la calle que bajaba a la calle del Charco, que estaba en costera, donde se llevaban a cabo verdaderas competiciones, para ver quien conseguía llegar más lejos.
Todos los días en la escuela desaparecían gomas, sacapuntas, lápices y pinturas, por lo que siempre había que estar muy atento. Algunas madres acudían a la escuela para que la maestra les diera alguna explicación, pero a pesar de los repetidos ruegos, nunca consiguió que aparecieran.
Cuando algún aprovechado me quitaba la goma de borrar, el lápiz, el sacapuntas o alguna pintura de la caja, mi tía entraba a la escuela muy enfadada y hablaba con la maestra. Que si no hay derecho, que como vea yo al que le quita las cosas a mi sobrino va por delante al cuartel, que se lo diré a su padre para que le ponga el culo colorado a correazos, que si Dios lo ve todo, que si los ladrones van a la caldera de Pedro Botero, que si en el infierno hay un reloj enorme que va dando los segundos, tic, tac, tic, tac, y que nunca ha de parar, que vaya usted por donde, pasarle esto a mi sobrino, que es muy bueno, que si me entero de quien ha sido le parto la cara...
Pero todo resultaba inútil. El ladrón no tenía miedo ni menos aún remordimientos de conciencia.
Cuando tenía sed a la hora del recreo, subía a casa de mis abuelos. Mi abuela me llenaba un cortadillo con agua de la botija o de la cántara, y yo me la bebía de un trago y casi sin tomar aliento. Mi abuelo no me dejaba beber de la botija a chupón.
-Bebe despacio, no te vayas a atragantar.
-¡Bah!
-Déjala que se caliente un poco, que está fría y te hará mal.
-¡Bah!
-No te la bebas de un trago, no seas bruto.
-¡Bah!
Cuando subía a comer a casa de mis abuelos, mi tía me contaba un cuento para que acabara de comer la carne.
Cuando mis padres se iban al cine o alguna otra visita, yo me quedaba con mis abuelos, a los que iba a ver al menos todos los domingos. Entonces mi tía me hacía en la sartén almendras garrapiñadas o me saltaba pajaricas en la sartén con sal o con azúcar.
El panizo lo plantaba mi abuelo en su campo del Cosero. Cuando era tiempo lo traía a casa con la caballería. Mi tía espinochaba las piñas, las ataba de dos en dos y las colgaba en una caña en el granero, para que se secaran bien, dejando abierta la ventana del cierzo.
Cada domingo mi tía bajaba del granero una o dos parejas. Mi abuela las desgranaba, frotando una piña contra la otra. Mientras tanto mi tía atizaba el fuego, buscaba la sartén de tres patas, echaba el aceite, el panizo y la sal, y cuando comenzaban a reventar los granos, colocaba una cobertera para que no se escaparan.
-Ya peden, ya.
Cuando mi tía tenía en casa el altar de la Milagrosa o de la Sagrada Familia, les rezaba un rosario y me daba una moneda para que la metiera por la ranura de la cajeta.
Todas las noches que cenaba en casa de mis abuelos, mi tía me hacía en la sartén un huevo fresco de sus gallinas y mi abuela me cortaba contra su pecho un coscurro de pan. No había mejor cena que aquella.
Algunas noches mi tía bajaba al corral armada con una escoba, en busca de alguna rata descarada. Delante de ella iba Canelo, un perro pequeño que dormía siempre en la estera del patio. Cuando Canelo conseguía sacar a la rata de su escondite, mi tía le premiaba con dos terrones de azúcar. Yo contemplaba la escena desde el balcón.
Cuando mi madre ayudaba a mi padre a coger cerezas, a segar la cebada o a trillar a la era, yo dormía la siesta en el banco de la cocina de mis abuelos. Mi abuela me colocaba una colchoneta, un almohadón grande, con lana recién vareada, y colocaba contra el banco el respaldo de una silla, para evitar que pudiera dar media vuelta y me cayera. Mi abuela entornaba los ventanales del balcón y se dormía en el otro banco que tenía una pequeña mesa abatible, donde hacía los deberes, o pintaba dibujos con unas pinturas muy viejas que guardaba mi tía en una caja de hojalata.
Después de cenar, mi abuelo se iba pronto a la cama. Antes iba al retrete y salía con la correa pasada por el cuello. Mi tía le calentaba la cama con el calientacamas, al que había echado algunas brasas del fuego. Luego íbamos a besar a santa Lucía, que estaba en un pequeño altar de madera, para que me conservara la vista. De ciento al viento mi tía cambiaba el agua a la Virgen de Montserrat, que estaba bajo una bola de cristal, rodeada de florecillas de plástico.
-Tía a mí no me gusta esta Virgen porque es negra.
-Se habrá puesto aún más negra por el agua.
Cuando me quedaba a dormir en casa de mis abuelos, dormía con mi tía en una cama muy alta, con dos colchones de lana. La habitación, además de esta cama con barrotes de madera, de los que colgaban varios escapularios, tenía un baúl de chapa, un lavabo de pie, con una toalla de flecos y una jarra de porcelana, una consola con un espejo, un armario de rinconera, donde mi tía guardaba los caramelos y las pastas que sacaba para los cumpleaños, un cuadro de san Antonio de Padua, con un niño pelón y un ramo de azucenas, y una percha de pie.
Cada noche mi tía se santiguaba tres veces antes de entrar a la cama, rezaba un padrenuestro de carrerilla y siempre me pedía que me durmiera cuanto antes.
-Reza un Jesusito de mi vida y no enredes más con la pera de la luz.
La calle Nueva, la calle del cuartel de la Guardia Civil, la calle donde daba el molino del señor conde, la calle de la farmacia, del salón de cine, de la imprenta y de la escuela de párvulos olía en invierno a cuesco fresco y a aceite de oliva, que los empleados del molino repartían en botos y en vasijas metálicas. En primavera olía a ajos tiernos y a habas cocidas a eso de la media para la una, a uvas estrujadas en otoño y a corrales en verano.
El guardia civil que estaba todo el día de puerta, mandaba a cualquier chico de nuestra edad al estanco, a comprar tabaco.
-Anda, niño, ve a comprarme un paquete de caldo, ¡Y no pierdas las vueltas!
También gastaba bromas el día de los Santos Inocentes.
-Anda, niño, ve a la farmacia a comprarme una peseta de no sé.
Los guardia civiles entablaban conversación con cualquiera, fuera paisano o forastero, comerciante o viajante, comprador o vendedor. Se ve que se aburrían mucho todo el santo día en la puerta sin hacer nada.
Una tarde de primavera, la maestra nos llevó a merendar al campo de fútbol de san Vicente. Íbamos todos en fila india y el morral a la espalda, con la merienda, la cantimplora de plástico, unas cerezas y la pelota de colores. De trecho en trecho, la maestra se arrancaba con una canción de marcha, tipo vamos a contar mentiras.
Aquella tarde calurosa tuve la extraña sensación de pisar por vez primera algunas calles del pueblo, algunos caminos nuevos entre acequias y frutales. Cruzamos de parte a parte el paseador de san Roque, bordeado por altos pinos, donde cantaban los pájaros. Al llegar a la ermita de san Roque, escudriñamos a través de los barrotes de la mirilla de la puerta y descansamos un rato en los bancos de piedra.
Toda la tarde estuvimos jugando al balón en el campo de fútbol, a correr, al pañuelo y a dar volteretas sobre la hierba. Merendamos a la sombra de las acacias y de los olivos, acabando con la merienda, las cerezas y con toda el agua.
Por el camino de vuelta cogí un puñado de flores del camino, amapolas, espigas y margaritas. La maestra abría la marcha cantando bajo el sol de la tarde.
-¡Adelante, mis valientes...!
Al año siguiente tendría que dejar la escuela de los cagones, para pasar a la escuela del recreo. Mi madre me tendría que comprar una cartera nueva, a lo mejor de cuero, un plumier de madera, un estuche con regla y portaminas, un lápiz nuevo, una goma grande de borrar, un sacapuntas, una caja de pinturas y un cuaderno de una línea con muchas hojas.
Entre aquellas cuatro paredes de la escuela de los cagones, manchadas por la humedad y por el humo denso de la estufa de serrín, aprendí las primeras letras, a poner completo mi nombre, a escribir con el clarión en la pizarra, a contar hasta cien y a pedir las cosas por su nombre y por favor. Allí aprendí a recitar con musiquilla el Jesusito de mi vida, el Padrenuestro que estás en los cielos y otro más irreverente que decía: "Padre nuestro alicotano, que naciste en el verano, con la camisica rota, porque no tenías otra...". Allí supe de los castigos cara la pared, de los castigos de rodillas en medio del pasillo y de la dureza de aquella caña verde de la maestra, aunque nos pusiéramos los dos brazos sobre la cabeza.
En aquella escuela perdí más de un lápiz y más una goma. Otras veces fue algún compañero con la mano muy larga. Allí supe del esfuerzo, de la alegría, del castigo, de la verdad y de la mentira.
Allí estoy en aquella fotografía que nos hicieron un buen día a todos los párvulos de la escuela, pues los fotógrafos venían todos los años a las escuelas de los pueblos.
-El que quiera la fotografía que se lo diga a sus padres y que traiga las perras esta tarde.
Ninguna madre que tuviera corazón podía negarse.
La puerta del cuarto oscuro la cubrieron con un papel pintado. Un bosque nevado con árboles y un ángel rubio sentado sobre un tronco caído, a la luz de un farol.
Delante colocaron una mesa muy vieja, con una cartera, un Parvulito y un cuaderno abierto. Allí estoy tal y como dispuso el fotógrafo. La mano izquierda extendida sobre el cuaderno abierto, la mano derecha sosteniendo un bolígrafo, seguramente de la maestra, y los ojos muy abiertos, mirando el objetivo. Allí estoy con aquel jersey verde de ochos, que me había hecho mi madre. Una noche de invierno lo tendió en el respaldo de una silla cerca del hogar, para que se secara para el día siguiente, pero sin saber cómo se precipitó al fuego. Mi madre aún salvó parte de la quema y lo utilizó para vestir a una muñeca de mi hermana.
Allí estoy, con un flequillo cubriéndome la frente. Todavía creía que los niños venían de París, en el pico de una enorme cigüeña, y que los Reyes Magos nos traían de oriente muchos regalos. Todavía no estaba obligado a guardar el ayuno de los viernes de cuaresma, todavía no tenía que hacer memoria de aquellos ingenuos pecados, que se deberían confesar todos los sábados a toque de cinco. Todavía no tenía edad para recibir por vez primera el pan de los ángeles, ni para confirmarme, ni para llevar las borlas doradas de los estandartes en la procesión del Corpus, ni para que mi abuelo me subiera la propina de los domingos, ni para poder entrar al cine cuando era de mayores.
Todavía era un gorrión de canalera, un mal comedor, un niño de pueblo que iba con sus amigos al bar a ver la televisión, al cine a ver una del oeste, a la plaza a jugar al marro, al recreo a jugar al balón, a la calle Mayor a correr y a la fuente a beber agua. El mundo era entonces así de pequeño, pero así de intenso. El tren pasaba todos los días por el apeadero, también llegaban los gitanos y los peliculeros a su tiempo, cada temporada se jugaba a un juego diferente, luego venía el verano y las fiestas, Navidad y los Reyes Magos. Y la lluvia, y el cierzo, y la nieve, y los hielos. Y aquella calle Nueva que se llenaba de gritos y de corridas a la hora del recreo, aquellas letras trastrabilladas, aquellas sumas y restas, aquellas cartillas y aquellas fotografías en blanco y negro. Los días nos empujaban poco a poco a ser mayores, a ir creciendo en estatura y en conocimientos, en una dura y constante batalla al lado de la constancia. La memoria era entonces una calle mucho más larga y mucho más ancha que aquella calle Nueva, donde abría sus puertas la escuela de los cagones.
De Memoria de Elefante, 2008
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