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La audacia razonable de Baltasar Gracián
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FRANCISCO MARTÍNEZ HOYOS | Si todos los libros de autoayuda fueran como El arte de la prudencia (1647), hasta el que escribe estas líneas, que los odia nada cordialmente, los tomaría en consideración. A diferencia del optimismo iluso de esta subliteratura, el jesuita español Baltasar Gracián partía de un pesimismo lúcido y descarnado.
El mundo no ese teatro con mil oportunidades a tu alcance, predicado por los gurús del pensamiento positivo. Se parece, más bien, a la arena de un circo romano, donde los gladiadores pugnan por sobrevivir. A este objetivo se encamina el saber que propone Gracián, de naturaleza eminentemente práctica.
El libro está dividido en trescientos aforismos escritos con el estilo denso propio del barroco, perfecta aplicación de su máxima más conocida: "Lo bueno, si breve, dos veces bueno". Cada palabra parece, en efecto, el fruto de un arduo trabajo de selección, como si hubiera llegado al texto después de las múltiples pruebas que supera el aspirante a un trabajo muy codiciado. No es extraña, pues, la estima que diversos intelectuales de talla internacional tuvieron por esta pequeña obrita. Shopenhauer la tradujo en 1861 y Nietzsche la leyó con muchísimo interés.
Vistos desde la sensibilidad actual, en la que se hace apología de la sinceridad sin medir sus consecuencias, los consejos de nuestro autor pueden parecer antipáticos. No nos induce a mostrarnos tal como somos sino a todo lo contrario. Una cosa es el sancta sanctorum de nuestra privacidad y otra el personaje que fabricamos para salir al exterior. Los demás no deben saber lo que se esconde en nuestro pecho, pues partimos de la base de que su lealtad hacia nosotros merece cualquier calificativo menos el de incondicional.
"El silencio recatado es el refugio de la cordura", nos advierte Gracián
Contra lo que pueda creer un lector superficial o puritano, El arte de la prudencia no equivale a un manifiesto contra la ética. Pese a las apariencias, existen reglas, aunque otra cosa es el espíritu laxo a la hora de su aplicación. En cierto sentido, lo que aquí encontramos es una versión de Maquiavelo -el fin justifica los medios-, pasada por el tamiz del cristianismo.
Uno no debe mentir, por ejemplo, aunque podemos y debemos discutir si se debe decir siempre toda la verdad y nada más que la verdad. Porque, entre lo que pensamos y lo que decimos, ha de existir una doble mediación, la de la inteligencia y la del carácter. Con una sola de estas cualidades nos hallaremos gravemente mutilados. No se nos invita, pues, a hacer valer nuestras emociones, convertidas hoy en la medida de todas las cosas, sino a exprimir nuestro cerebro. Más aún, a tener el coraje de llevar a la práctica lo que dicta la razón.
Este último punto es decisivo. Se supone que nuestra voluntad, dominada con mano férrea, nos permitirá ser señores de nosotros mismos, liberándonos de la tiranía de nuestras pasiones. Visto lo visto, el mito del self-made man no lo inventaron los millonarios norteamericanos, tipo Rockefeller o Kennedy. En plena España imperial ya se predicaban las virtudes de la autodisciplina. Uno mismo vendría a ser su propia obra de arte, después de un arduo proceso en el que se pulen las cualidades y se eliminan los defectos. La suerte, desde esta óptica, no sería algo arbitrario sino el premio a la "audacia razonable", un oxímoron que es sólo aparente, porque existe una gran diferencia entre el valeroso y el temerario, lo mismo que entre el temerario y el suicida. Aunque parezca una contradicción, ser decidido acaba convirtiéndose en la mejor forma de ser prudente.
Se trata, en definitiva, de poseer el imprescindible savoir faire tratar con los demás, sean príncipes o mendigos, sin salir trasquilados. Hay que saber, sí, pero también comportarse y elegir el momento oportuno. El sabio no lo será si desconoce cuando el comentario docto debe dejar paso a la frivolidad, o sí se pasa de listo concitando antipatías. El que olvida que la forma es tan importante como el fondo merece, como mínimo, el epíteto de insensato. De nada sirve que nos asista la justicia si, por un exceso de arrogancia, lo echamos todo a perder. Así, los que creen dogmáticamente en su razón deberían recordar, con Gracián, que "los malos modos todo lo corrompen".
Tanto por la forma deslumbrante como por la profundidad del pensamiento, existe una distancia abismal entre El arte de la prudencia y los libros de autoayuda, sobre todo porque el primero nos hace ver la realidad tal como es, no como nos gustaría que fuera.
Aunque, como bien dice Gracián, lo real nunca colma nuestras expectativas:
"Por grandes que sean las excelencias, no bastan para satisfacer la idea previa"
Sin embargo, tanto en su caso como en el de los Bucay de turno, existen dos limitaciones importantes.
Primera, la de presuponer una capacidad de aprendizaje en el ser humano prácticamente sin límites. Ya nos gustaría ser moldeables como la arcilla en manos de un gran escultor, pero por desgracia nuestra condición destaca por su limitada elasticidad. Segunda, y más importante: los criterios para vivir resultan útiles, sin duda. Lástima que su aplicación dependa de discernimiento que seamos capaces de mostrar en función de las circunstancias concretas.
Y eso es algo que ningún libro puede proporcionarnos. Sin una predisposición natural, nadie puede ser "adivino del corazón" y "lince de las intenciones". Sin valor, tampoco nadie puede atreverse a elegir y arriesgarse, por tanto, a cerrar un camino.
Gracián no es, ni puede ser, una varita mágica para sortear el peligro. Él mismo da a entender que los criterios generales, necesarios, son orientaciones, no leyes estrictas para aplicar sin tener en cuenta el contexto. En esto, como en otras cosas, se nota el influjo de la casuística promovida por la Compañía de Jesús, un arte para enfrentarnos a los dilemas morales desde las situaciones concretas, no a partir de los principios abstractos y universales.
Frente al autoegaño de la autoayuda, empeñada en convencernos de los tesoros ocultos de nuestro interior -¡allí sólo hay diamantes, nunca carbón!-, El Arte de la prudencia nos invita a la excelencia lanzándonos un desafío: no hemos de conformarnos con igualar a nuestros modelos, procuremos superarlos. Por eso sus páginas están vivas, pese a los siglos trascurridos. Porque llaman a la cordura contra la multitud de los que se equivocan y, en lugar de ocultar púdicamente sus locuras, las sacan a la luz con pueril y vanidoso exhibicionismo.
Íkaro (7-7-2014)
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