MIGUEL MARTÍNEZ TOMEY. Director de la Fundación Gaspar Torrente | Imaginemos una iglesia de Valencia, un día cualquiera del año 1644 (tal vez un 8 de diciembre) en la que, desde el púlpito, un encendido predicador jesuita imparte a los fieles -con una viva voz que deja traslucir un característico acento aragonés- un sermón en el que asegura haber recibido una carta enviada desde el infierno que le había entregado en mano Aqueronte (o sea, Caronte, el barquero que, según la mitología griega, se encargaba de trasladar las almas de los difuntos a su morada eterna). El apasionado orador se retira del púlpito tras anunciar que leerá dicha carta en el sermón del día siguiente, dejando a su impresionada audiencia acongojada y en ascuas. Pero, al día siguiente, el predicador, cuyo nombre es a Baltasar Gracián (1601-1658) no comparecerá. Alarmados por las murmuraciones suscitadas por sus palabras -así como las de pasados e igualmente efectistas sermones- los superiores de la orden le retiran de su prédica.
Pues parece ser que ahí alcanzó su punto culminante el disgusto de Gracián por su destino valenciano (el enésimo de su vida, tras haber pasado por Toledo, Huesca, Calatayud, Zaragoza o Tarragona) y, al parecer, por todo lo valenciano en general, según dio a entender en su más famosa obra, El Criticón (1651-1657). Gracián debió de buscar un pretexto para su salida y fue el ejército el que se la dio. En esos años se libraba en toda Europa la pavorosa Guerra de los Treinta Años (1618-1648) que, entre otros escenarios, se manifestaba con virulencia en las fronteras de Aragón y Cataluña. Cómo había alcanzado esta guerra el suelo aragonés es largo de explicar: baste decir que, desde 1640, los catalanes se encontraban sublevados contra el rey Felipe IV (III de Aragón) y su enemigo, el rey de Francia, Luis XIII y su ministro el cardenal Richelieu habían aprovechado la ocasión para, so pretexto de ayudar a los catalanes, enviar tropas para llevar la guerra a la península ibérica.
Gracián ya había tenido un contacto próximo con la guerra al estar destinado en Tarragona entre 1642 y 1646 como Vicerrector del Colegio de los Jesuítas de esa ciudad. Allí asistió espiritualmente a los soldados que participaban en las operaciones bélicas en el sur y este de Cataluña, especialmente con ocasión de la recuperación de Lérida en el año 1644, ciudad en manos de los rebeldes catalanes y sus aliados franceses desde 1641 y principal base de operaciones para sus ataques sobre Aragón. De hecho, parece ser que su retiro a Valencia se realizó por haber caído enfermo en Tarragona. Pero el incidente del "Sermón del infierno" y la serie de desencuentros que se sucedieron tras el mismo posiblemente influyeron en su decisión de buscar otro destino fuera de Valencia, pero ¿cómo?
La oportunidad se presentó en 1646. En ese año el marqués de Leganés, que había sustituido a Felipe de Silva como jefe del ejército real en Cataluña, requirió a la Compañía de Jesús en Valencia que le facilitase cierto número de religiosos para el ejército que estaba reuniendo para romper con el asedio al que los francocatalanes, al mando del Conde de Harcourt, sometían a Lérida desde el mes de mayo de ese año.
Gracián mantuvo informados a sus superiores de sus actividades en la milicia y de su participación en la batalla decisiva que rompió en noviembre de 1646 con el sitio de la ciudad dan cuenta las cartas que remitió. A falta de algo que pudiéramos considerar como una "corresponsalía de guerra" estos constituyen un testimonio de primera mano de lo sucedido en esos días así como un pintoresco y hasta divertido perfil de la personalidad más humana y menos "literaria" de Gracián.
A pesar de que la guerra siempre ha sido una situación dura y angustiosa para quienes se ven envueltos en ella, Gracián parece estar muy animoso, tal vez por sentir más el alivio por salir de su ingrata situación en Valencia que el miedo ante las durezas y desastres de la guerra. Y no es que le faltasen razones para esto último: en el momento de incorporarse al cuerpo que inició el ataque decisivo contra los sitiadores que tuvo lugar en el mes noviembre (de poco menos de 2.000 jinetes y 5.000 soldados) él era el único religioso que quedaba operativo, ya que los demás estaban heridos, prisioneros o muertos.
El contingente en el que estaba Gracián se componía de varios tercios, entre los que se encontraban los reclutados por el Reino de Aragón y la Ciudad de Zaragoza. Las tropas del marqués de Leganés se concentraron la noche del lunes 19 de noviembre de 1646 bajo una fina pero persistente lluvia, cerca de las líneas enemigas. Pero los sitiadores tenían su retaguardia bien vigilada, ante lo cual los atacantes ensayaron un ardid: dirigirse al día siguiente hacia el sur, en dirección hacia Flix, y hacer creer que se retiraban, cosa que hicieron. La treta surtio efecto y los francocatalanes, confiados, bajaron la guardia. Así que, el día 21, volviendo sobre sus pasos, sorprendieron a los sitiadores. Dice en este punto Gracián:
Cuando yo supe que íbamos a embestir, habiendo hecho alto todos los escuadrones enfrente de banderas, metime en uno y les hice breve exhortación, arrodillándose todos y llorando los maestres de Campo, títulos y señores cuantos había. Luego los absolví y les aplicaba el jubileo de las misiones que había publicado. Fue esto de tanta importancia que se levantaban gritando todos: "peleemos, ¡viva el Rey nuestro Señor y la santísima fe Católica!" Venían a porfía los maeses de Campo por mí, a que les fuese animar su gente y absolverlos; y hubo cabo que dijo que importó esto tanto como si les hubiera añadido 4.000 hombres más.
Gracián se estuvo moviendo entre los diferentes tercios para dar sus arengas, con riesgo de su vida, ya que los sitiadores habían empezado a disparar toda clase de proyectiles sobre sus atacantes. Pero éste no dejó de entregarse a este gran momento de gloria para un orador consumado y orgulloso como él ("Dióme el Señor su espíritu aquel día y una voz de clarín"), y su gusto en la tarea consiguió poner muy alta la moral de la tropa, hasta el punto de que, en la victoria que lograron en aquella batalla, según refiere él mismo:
...confieso que yo tengo alguna parte, de modo que todos los soldados y algunos señores, cuando me ven, me llaman el Padre de la Victoria.
El día del ataque, pasada la lluvia, fue un fuerte cierzo el que importunó a los combatientes, derribando a los jinetes, levantando la pólvora de la artillería y arrojando polvo a los ojos de los tiradores, si bien cesó justo en el momento de iniciarse la lucha, a las 11 de la noche de ese día. Gracián refiere el asalto llevado a cabo sobre uno de los fuertes de los sitiadores y el papel de los soldados aragoneses con sus granadas de mano, escalas, garfios y otros utensilios para asaltar la muralla.
El ataque resulta exitoso, pero al continuar avanzando para perseguir al enemigo se topa con un fuerte contraataque francés que fuerza el repliegue de las tropas aragonesas y castellanas a su recién ganada posición. Finalmente, la llegada de un contingente de caballería de refuerzo desde Fraga, que desbarata el dispositivo de sitio de franceses y catalanes, determinan al Conde de Harcourt a ordenar la retirada. Se ha logrado la victoria. El coste en vidas que ha dejado es, en todo caso, desolador. Así lo describe Gracián:
Llegó éste [Harcourt] a la posta a Balaguer con solos 30 caballos. Lleva más de 2.000 heridos y quedan muertos los mejores y toda la gente particular; vióse bien después ser ansí, porque todos los muertos, que serían hasta 400, eran blancos como la nieve, y unas melenas rubias mezcladas con los cabellos, que en mi vida vi un espectáculo más horroroso. Confesé algunos que aún estaban vivos; otros no querían confesar, que decían ser de la religión, esto es, herejes. En un instante, los desnudaron a todos; hasta don Carlos de Mendoza estaba en cueros con dos heridas, una que le atravesaba el cuello al costado, y otra en la cabeza; al conde de Vagos los mismos nuestros lo pillaron y lo echaron por el foso. Son pocos nuestros muertos; no llegan a 100. Los heridos, hasta 300. Dejó el enemigo toda su artillería, más de 20 cañones, los dos puentes, el de barcas y el de palo, muchos víveres y municiones.
A pesar de todo ello, fue una experiencia de la que Gracián se consideró uno de sus héroes, incluso por encima del gobernador de la plaza de Lérida, el militar portugués Gregorio Brito, que aguantó el sitio durante siete meses, aunque para el jesuita aragonés, a costa de hacer pasar hambre innecesariamente a la población. Experiencia gratificante y agotadora:
...en mi vida he trabajado tanto, sea todo a gloria del Señor.
Henchido de vanidad o no, el relato de Gracián no deja de ser un testimonio directo y muy cualificado de una de las plumas más brillantes del siglo XVII europeo sobre los hechos acaecidos en el llamado "Socorro de la plaza de Lérida", cuyo "reportero" gráfico sería el pintor flamenco Pieter Snayers, con el cuadro del mismo nombre que se exhibe en el Museo del Prado.
Diario Aragonés (1-7-2013)
|