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Los médicos y Baltasar Gracián
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FRANCISCO TOBAJAS GALLEGO | No cabe duda que Baltasar Gracián sentía por su padre un profundo respeto. La única mención que hizo de él se encuentra en Agudeza y Arte de Ingenio: "hombre de profundo juicio y muy noticioso". Su valía profesional queda avalada por los 18 años que ejerció ininterrumpidamente la medicina en Ateca, hasta su muerte acaecida en 1620, poco antes de acabar su contrato. Sin embargo Baltasar Gracián, que conocía de primerísima mano la labor de los médicos, los desacredita en El Criticón pues "echaban fuera del mundo a todo viviente", siendo "los más ciertos ministros" de la muerte. Y era la misma muerte, o la suegra de la vida, como la llamaba Gracián, quien afirmaba por experiencia cierta que al enfermo "no hay tal cosa como echarle un médico, o un par, para más asegurarlo". Para Gracián los médicos desconocían todo de su profesión, eran avaros e indiscretos en sus conversaciones. Así escribe: "Lo que sé es que mientras los ignorantes médicos andan disputando sobre si es peste o es contagio, ya ha perecido más de la mitad de una ciudad, y al cabo toda su disputa viene a parar en que la que al principio, o por crédito, o por incredulidad, se tuvo por contagio, después, al echar de las sisas o gabelas, fue peste confirmada y aún pestilencia incurable de las bolsas". Y prosigue: "me río las más de las veces de los médicos, que estará el mal en las entrañas, y ellos aplican los remedios al tobillo; procede el mal de la cabeza, y recetan untar los pies". Pero cuando "al pagar dice el médico no, no, habla en cifra, y toma en realidad", pues "la Jurisprudencia se ha alzado con la honra, la Medicina con el provecho". Y con toda razón se preguntaba: "¿Un médico pulsando no se hace él de oro y a los demás de tierra?". Y aunque cierto médico era considerado un gran profesional, la verdad es que era "poco afortunado, todos se le mueren", después de sangrar a los enfermos "de la vena del arca".
Según Gracián, los médicos debían tener buen porte y mejores palabras, porque "todo médico y letrado han de ser de ostentación". Para Baltasar Gracián los médicos eran peores que los verdugos, pues estos "ponen toda su industria en no hacer penar y con lindo aire hacen que le falte al que pernea", pero los médicos "todo su estudio ponen en que pene y viva muriendo el enfermo; y así aciertan los que les dan los males a destajo, y es de advertir que donde hay más doctores hay más dolores. Esto dice de ellos la ojeriza común, pero engáñese en la venganza vulgar, porque yo tengo por cierto que del Médico nadie puede decir ni bien ni mal antes de ponerse en sus manos, pues aún no tiene experiencia, ni después, porque no tiene ya vida". Para evitar males mayores, Gracián decía referirse esta vez a los médicos morales.
Y es que el hombre había enfermado "de achaque de sí mismo", pues el cuerpo humano, según Gracián, se semejaba a un instrumento lleno de armonía, cuyos trastes "con dificultad grande se ajustan y con grande facilidad se desconciertan". Muchos males, sobre todo morales, se habían declarado como enemigos del hombre. El primero de ellos era la gula, "que comienza a triunfar desde la cuna", a la que seguían en retahíla la lascivia, la codicia, la soberbia y la ira. Gracián afirmaba que el gran hijo de aquel siglo era el engaño, nacido de su madre, la mentira. Su abuela era la ignorancia, su esposa la malicia, la necedad su hermana y sus hijos los males, las desdichas, la confusión y el desprecio. Y en esta guerra sin cuartel todos los vicios, con su "única consorte", la ociosidad, habían hecho caudillo al deleite y rey al interés. Por eso mismo los pecados capitales llevaban tras de sí a los ociosos, a los soberbios y a los mentirosos.
Para curar estos males morales, hacían falta también medicinas morales. "Las saludables hojas de la Moral filosofía, de más provecho que de gusto, son de verdad muy eficaces". Critilo refería a Andrenio que las virtudes remediaban y los vicios no sanaban, sino que mataban. La verdad, el antídoto más eficaz, aún diluida con mucho azúcar, para corregir su amargura, y mezclada con mucho ámbar, no la quisieron probar los sastres, los mercaderes, los cortesanos y tampoco "se halló mujer que la quisiese probar", pues las "verdades son de casta de acerolas, que las podridas son las maduras y más suaves, y las crudas las coloradas; aquellas que hacen saltar los colores al rostro son intratables".
Gracián, que ha estudiado al hombre como un médico, nos propone un remedio a base del "aceite de las vigilias de los estudiosos y la tinta de los escritores, juntándose con el sudor de los varones hazañosos y tal vez con la sangre de sus heridas, se fabricaron la inmortalidad de su fama", a cuya isla se llega tomando "el rumbo de la Virtud insigne, del Valor heroico", que va a dar "al teatro de la Fama, al trono de la Estimación y al centro de la Inmortalidad".
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