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'Las mil formas del agua', relato de Javier Úbeda
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La pareja formada por Laura y Roque había quedado con Luis y Rosa para pasar el primer día de Pascua al aire libre, en el campo. Los cuatro amigos de la infancia sentían devoción por la naturaleza y siempre que podían encontraban una excusa para realizar una excursión.
Todos vivían en la provincia de Zaragoza y eran unos amantes de la ciudad maña y de sus alrededores. A veces, bromeaban y se llamaban a sí mismos, "los hijos del Ebro", por la afición que sentían hacia este río, considerado el más caudaloso de España, y el segundo más largo después del Tajo. El río Ebro, tan majestuoso, atravesaba su amada ciudad y la acariciaba con sus aguas y su ritmo, impregnándola de un aroma especial, que contribuía a aumentar sus encantos y su inconfundible personalidad.
Casi siempre, las cercanías del río Ebro era su lugar de encuentro; les gustaba sentarse a su vera y charlar de forma distendida. El río Ebro, que sonaba a misterio y a glorias, era el invitado secreto a sus confesiones más profundas. Y, dado que cada uno vivía en una punta de la provincia de Zaragoza, siempre que quedaban solían hacerlo en la capital con vistas directas al Ebro.
A los cuatro les gustaba andar por parajes casi inexplorados e ir inspeccionándolos sobre la marcha, como si fueran unos detectives a la búsqueda y captura de un sospechoso. El primer paso era ponerse de acuerdo acerca del lugar que iban a visitar. El camino hasta allí solía convertirse -en la mayoría de las ocasiones- en un verdadero peregrinaje. Una vez llegaban al emplazamiento que habían elegido, se entregaban al espacio en cuerpo y alma. Y es que a los cuatro amigos les fascinaba sentir la tierra como suya.
Después de interminables conversaciones acerca del lugar o lugares que pensaban visitar en Semana Santa, una tarde cálida de mediados del mes de marzo acordaron que el primer día de Pascua se lo dedicarían al Parque Natural del Monasterio de Piedra, del término municipal de Nuévalos, dentro de la Comunidad de Calatayud (en Zaragoza).
Habían escuchado las mil y una maravillas de ese Parque, de sus acrobáticas cascadas y de sus enigmáticas cavernas, y querían pasar un día entero recorriéndolo, se proponían estar en contacto directo con uno de los Parques Naturales más impresionantes de Europa; un lugar fascinante, impresionante… que ellos tenían prácticamente al lado de su casa, así que no podían dejar pasar más tiempo sin visitar semejante milagro.
Aún faltaba una semana para el primer día de Pascua, y los amigos solían quedar todas las tardes para planificar su escapada al campo; más que planificar, investigaban y conversaban.
La fecha señalada, por fin, había llegado, por lo que estaban, realmente, emocionados, salieron a primera hora de la mañana, a pesar de que Zaragoza se encuentra a una hora del Monasterio de Piedra; pero ellos deseaban que el sol fuera su cicerone en ese viaje hacia lo maravilloso.
Cargaron en el coche todo lo que iban a necesitar y pusieron rumbo al espacio donde el agua te susurra poemas al oído, y mientras salta por los toboganes de luz que ella misma se ha diseñado, las cascadas, te regala cantos de una belleza cautivadora. Conscientes del paraíso que iban a visitar, se sentían unos privilegiados.
Durante el trayecto, iban charlando animadamente. Con su conversación se iban adentrando aún más en el Parque Natural del Monasterio de Piedra; y las ganas por llegar y verlo iban en aumento.
-¿Sabíais que su descubridor fue Federico Muntadas, y que el Parque tiene 1400 hectáreas y es uno de los ecosistemas de mayor riqueza biológica? -preguntó Laura a sus amigos.
-No -respondió Roque, siempre tan despistado.
-Nosotros sí que lo sabíamos, pero queremos volver a escucharlo -dijo Rosa-, sigue con la explicación.
-¿Cómo lo descubrió? -preguntó Roque.
-Leí que en 1840, don Pablo Muntadas Campeny compró la finca del Monasterio de Piedra, y dedicó sus tierras a las labores agrícolas y ganaderas. Su hijo, Federico Muntadas Jornet, se enamoró perdidamente de aquel extraordinario rincón y lo remodeló añadiendo caminos y realizando plantaciones. Él se preocupó de hacerlo accesible para poder compartir ese fenómeno natural con los demás, pero por lo demás no cambió nada de este edén, el resto se lo dejó a la magia y la sabiduría de la naturaleza: al agua, que como una arquitecta licenciada con honores, con el paso del tiempo, ha ido esculpiendo las rocas calizas formando lagos, grutas y cascadas; a los árboles, a sus densos bosques de ribera, a una extraordinaria vegetación, que cubren el Parque de un color, infinitamente, verde y de las más variopintas tonalidades, hasta tal extremo que la vista, prácticamente, se te pierde, y, por último, a los animales, que convierten al Parque en un sitio cercano y acogedor. En 1860, detrás de la imponente Cascada Cola de Caballo, de cincuenta metros, el señor Muntadas descubrió la Gruta Iris. Buscó, buscó y al final dio con la fórmula que le permitió adentrarse en sus profundidades y pasear por sus rutas interiores.
-Se ve que el señor Muntadas era un hombre de gran carácter y muy tenaz -afirmó Roque.
-Sí, yo lo veo más como un enamorado de la naturaleza: lo suyo fue un flechazo con el Parque del Monasterio de Piedra -añadió Laura.
-Sigue, sigue contando -le insistió Rosa.
-El señor Muntadas, en 1867, creó el primer centro de Piscicultura de España, naturalizando en aguas del río Piedra, donde priman la trucha común y el cangrejo ibérico.
-Pero… ¿se trata de un Parque privado, no?
-Sí, lo que ocurre es que el señor Muntadas en 1886, consciente de la responsabilidad del estado en la conservación de la riqueza piscícola, ofreció en arriendo la piscifactoría central del Monasterio de Piedra. Desde entonces, ha sido administrada por el Departamento de Agricultura y Medio Ambiente del Gobierno de Aragón. Pero, efectivamente, el Parque del Monasterio de Piedra sigue perteneciendo hoy por hoy a la familia Muntadas. A día de hoy es el Parque Natural privado más visitado de Europa. Y fue declarado "Monumento Histórico-Artístico-Nacional" en el año 1983.
-Sí que te has documentado -le dijo, impresionado, su amigo Roque.
-Es que he visto muchas imágenes, vídeos y leído todo lo que se ha escrito sobre el Parque del Monasterio de Piedra, que toma el nombre del río Piedra que lo atraviesa.
Al llegar al Parque, el paisaje cambió de pronto como si de una alucinación se tratara, delante de ellos tenían un vergel en estado puro, además, daba la sensación de que el sol era un elemento más del paisaje, como los árboles, el canto de los pájaros o el agua cristalina, saltarina y mágica que parecía tener vida propia en el Parque.
El sol, que parecía flirtear con la copa de los árboles gigantescos y con el trino de los pájaros. El sol que se dejaba querer por los saltos del agua, y éstos brillaban enloquecidos de alegría, les daba la bienvenida por adentrarse en el Parque Natural del Monasterio de Piedra.
La vista les bailaba de un lugar a otro sin saber dónde posarse. Los cuatro habían agudizado sus oídos; todos los sonidos que se podían escuchar en el Parque sonaban a cantos celestiales.
Nada más poner el pie en él, se sentaron para gozar, plenamente, de todo aquello, y decidir hacia dónde iban a encaminar sus pasos. Habían leído que el Parque se podía recorrer en dos horas y media, pero a ellos les apetecía tomarse su tiempo y beberse la grandiosidad de aquel espectáculo a pequeños sorbos; eso era lo que les estaban reclamando sus sentidos.
Iniciaron el recorrido en la Plaza de San Martín, dando un rodeo llegaron hasta el Mirador de la Cola de Caballo para contemplar los 50 metros, apasionantes, de la recóndita Cascada Cola de Caballo; cascada que esconde un fabuloso secreto: la Gruta Iris. Ésta, insinuante, les mostró sus secretos y les invitó a pasar. Con una exclamación de sorpresa, se adentraron en las entrañas de la gruta, admirándola a cada paso que daban. Cuando salieron, lo hicieron, totalmente, hechizados, y enseguida clavaron sus miradas en la Peña del Diablo.
Luego desde la Peña del Diablo, caminaron, sigilosos, por los bordes de un entorno cristalino, y se vieron reflejados en el brillante e impoluto Lago de los Espejos, que parecía sacado del País de la Fantasía que se describe en La historia interminable, de Michael Ende. Lago por el que paseaban con cierta ceremonia grandilocuente unas espléndidas ánades reales y unos elegantes cisnes.
Se quedaron mudos delante del murmullo y de la luminosidad de la Cascada de los Chorreaderos, que se divide en tres brazos que desembocan en un bosque de hermosísimos fresnos.
A continuación, se posicionaron justo enfrente del Baño de Diana y de la Cascada Caprichosa, ésta esparcía sus gotas a los vivaces bosques de la ribera, improvisando un coqueto riego de vapor.
Seducidos por los múltiples sonidos con los que les estaba deleitando el agua, acudieron, como hipnotizados, al Lago de los Patos, a la Gruta del Artista y a la Cascada Trinidad.
Y, después, por una seductora escalera tallada en roca llegaron al Parque de Pradilla y a la Cascada de los Fresnos.
Unas señales azules tomaron el relevo para trasladarlos hasta el Valle del Vergel; y de ahí al Lago de los Patos. La salida estaba ya cerca, pero ellos volvieron a visitar, otra vez, el Parque del Monasterio de Piedra, donde asistieron a una exhibición de aves rapaces de mirada penetrante.
Tras este baño impresionante de luz, visitaron todas las exposiciones que ofrecía el Parque Natural del Monasterio de Piedra.
Y, al final, salieron del Parque, como lo hizo Bastián Baltasar Bux en La historia interminable, maravillados y renovados.
Hace un año que visitaron ese edén situado en las proximidades de la hermosa ciudad de Zaragoza, y aún continúan impresionados por lo que vieron, sintieron, olieron, escucharon y saborearon en el espectacular Parque Natural del Monasterio de Piedra.
Aragón Liberal (14-7-2011)
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