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Un viaje con los cuentos de Antón Pitaco

FRANCISCO TOBAJAS GALLEGO | "Pues señor… así comienzan los cuentos en mi tierra y no he de ser yo quien falte a tan respetable y tradicional costumbre". De esta manera comenzaba un cuento baturro titulado La miel, que fue publicado en la primera Revista de Aragón en noviembre de 1878, por Agustín Peiró y Sevil, que también firmaba como 'Antón Pitaco'. El viajero, que sólo aspira a ser un aprendiz de viajero a la antigua usanza, lleva recorridos muchos de los viejos caminos de esta tierra, en busca o en pos de una impresión, aunque ha empleado también más de media vida en viajar por los libros, en busca del horizonte lejano y a lo mejor también inalcanzable de la plenitud y de la sabiduría.

La editorial La Val de Onsera, que inició a principios de los años noventa del pasado siglo una colección de libros de autores aragoneses, anunciaba en algunos de sus libros publicados una próxima edición de Folletines y cuentos, de Agustín Peiró, pero el proyecto debió quedarse sólo en eso, en buenas intenciones. El lector que no conozca este curioso libro de Peiró, tendrá que buscarlo en los fondos de varias bibliotecas, algunas ya anexionadas: Municipal de Zaragoza, Diputación Provincial de Zaragoza, Artigas, Casino de Zaragoza y Moncayo, según dejó constancia Inocencio Ruiz Lasala, en su magnífica Bibliografía zaragozana del siglo XIX. En cualquier antología de cuentos aragoneses que se precie, tampoco pueden faltar los cuentos de Antón Pitaco.

A la muerte de Peiró, acaecida en Zaragoza en 1890, una parte de su obra dispersa en revistas y diarios, fue reunida y publicada a iniciativa de sus amigos y de varias y variadas entidades culturales y periodísticas. Este volumen, titulado Folletines y cuentos, se publicó en 1891 en los talleres de La Derecha, con un prólogo del general Mario de La Sala Valdés. Según Ramón de Lacadena este era "el mejor volumen de cuentos aragoneses que jamás se publicó en nuestra tierra".

En el diario republicano La Derecha apareció un artículo del orador y político aragonés Faustino Sancho y Gil, el 20 de noviembre de 1890, en el que glosaba la figura de su amigo Peiró. Y escribía que con su pérdida, Zaragoza había perdido "un hombre útil, y han perdido las letras aragonesas el más aragonés de sus cultivadores". Y aún añadía: "Puede decirse que ha creado un género literario: el artículo de costumbres escrito en lenguaje baturro".

El viajero quiere realizar un corto viaje con los cuentos de Antón Pitaco bajo el brazo, por la geografía donde se localizan estas historias baturras. Pero antes de ponerse en camino, el viajero ha vuelto a releer, una vez más, algunos de estos cuentos de Peiró y ha llegado a la conclusión que si Pitaco fue uno de los siete sabios de Grecia, Agustín Peiró, o su alter ego Antón Pitaco, es uno de los pocos sabios de la gracia aragonesa.

Pues señor, en la villa de Muel dicen que vivía hace tiempo Perico Vajillos, el platero, pues por este nombre eran conocidos los que fabricaban platos. Vajillos se daba mala maña en componer tazas y barreños. Huérfano de padres, pobre, despreciado por el padre de su novia y cansado de trabajar sin provecho y en balde, un buen día decidió dejarlo todo y bajarse al moro. Desmoralizado, Vajillos arrojó a la cuneta de la carretera todos sus cacharros y ya se disponía a cerrar su taller, cuando llegó el coche de Cariñena de la parte de Mozota. En él viajaba un comerciante francés que compraba vino y se quedó maravillado al ver aquellos cacharros tirados en la cuneta de la carretera. "¡Mon Diú!", exclamó, llevándose las manos a la cabeza. El francés habló largo y tendido con Vajillos y acordaron el envío de sus cacharros hasta el mismo París de Francia. Perico Vajillos se puso manos a la obra y cumplió el trato. Nadie entendía que aquellos cacharros, salidos de manos tan poco expertas, pudieran venderse en París, pero así era. Pasado el primer año, la situación económica de Vajillos cambió por completo. En aquel tiempo se hizo rico y en vez de rondar a su novia, el padre de la Casildica lo rondaba a él. Pero ocurrió que, a razón que Vajillos iba perfeccionando sus cacharros, iba perdiendo venta en París, aunque por eso mismo iba recibiendo cada vez más encargos de otros muchos lugares. Al final del cuento, Vajillos el platero confesaba que el viajero francés había encontrado en sus primeros cacharros un cierto parecido con los que fabricaban los celtíberos, por eso los encargos disminuían a razón que iba perfeccionando su oficio, con el que supo abrirse nuevos mercados. Y "si el herrero de Mamblas, herrando, herrando, olvidó el oficio, errando, errando, aprendí yo el mío". Y Perico Vajillos estaba en lo cierto.

La tradición alfarera en Muel, relacionada también con la de Manises, se remonta sobre todo a los siglos XV y XVI. Por el Llibre del Repartiment de 1237 sabemos que Don Artal de Luna recibió en el reparto territorial, hecho tras la conquista de Valencia por Jaime I, la propiedad de las alquerías de Paterna y Manises. En 1413 Juan de Luna compraría por 32.000 florines de oro los lugares de Muel y Alfamén, con todos sus derechos, términos y posesiones. Y ambos señores impulsarían la alfarería en ambas zonas. Los alfareros de Muel, como la mayor parte de los alfareros de Aragón, fueron mudéjares, llamados moriscos o cristianos nuevos, tras el bautismo forzoso de 1526. En 1585 el holandés Enrique Cock acompañó a Felipe II en su viaje a Zaragoza, Monzón, Barcelona y Valencia, como arquero en la compañía de guardas del rey. Las incidencias de este viaje las recogió en sus Anales del año ochenta y cinco, en los que escribió tras su paso por Muel que "Todos los vecinos cuasi deste lugar son olleros". Y allí mismo le contaron que sólo vivían tres cristianos viejos: el cura, el notario y el tabernero, que hacía las veces de mesonero, "los demás irían de mejor gana en romería a la casa de Mecha que a Santiago de Galicia".

El geógrafo portugués Labaña, que recorrió todo Aragón en 1610 y 1611, con el encargo de los Diputados del Reino de levantar un plano de Aragón, escribía en su Itinerario que Muel, lugar del marqués de Camarasa, se encontraba despoblado, pues en 1610 habían salido más de mil moriscos, quedando entonces sólo dieciséis vecinos. En el Fogaje de 1495, Muel aparece con ciento veinte familias. En el censo del virrey de Aragón, marqués de Aitona, mandado hacer poco antes de la expulsión, Muel sumaba trescientas sesenta familias. Todos los moriscos de Aragón se censaron, se agruparon y se les designó un itinerario hasta los confines del reino, para ser expulsados por el puerto de los Alfaques o por la frontera con Francia. Los de Muel pasaron por Fuendetodos, Azuara, Lécera, Híjar, Alcañiz, Fórnoles y Peñarroya, último lugar de Aragón. De allí continuaron hasta embarcar en el puerto de los Alfaques.

Labaña aún mencionaba la torre de Don Artal o Atalaya de Muel, de piedras y tapial. Se encontraba encaramada en una roca sobre el río Huerva. Con ella se identifica el castillo de Muwala, luego llamado Molle, que perteneció a los Azagra de Villafeliche, aunque más tarde pasó a Fernán López de Luna, señor de Ricla, quien murió en este castillo en 1427. Había casado con Emilia Ruiz de Azagra, señora de Villafeliche y Muel.

Tras la expulsión de los moriscos, el señor de la villa se preocupó de repoblarla con nuevos alfareros llegados de Reus y del Levante. Con el tiempo este oficio languideció hasta que la Diputación de Zaragoza creó en 1964 un pequeño taller a la salida del pueblo, para recuperar este oficio. Funcionaba también como escuela y estaba dirigida por Enrique González. En 1975 se inauguró el nuevo edificio de la Escuela Taller, al otro lado del pueblo, al borde de la nueva carretera de Cariñena. El viajero recuerda que en su primera visita a esta Escuela Taller de Muel, su director o responsable le contó un sin fin de peripecias, que le llevaron hasta la Biblioteca Nacional de París, en busca del manuscrito del arquero Cock, donde había dejado escrita una vieja fórmula con la que los alfareros lograban el reflejo metálico de la cerámica. "… toman vinagre muy fuerte con el cual mezclan como dos reales de plata en polvo y bermellón y almagre y un poco de alumbre, lo cual todo mezclado escriben con una pluma sobre los platos y escudillas todo lo que quieren, y los meten por tercera vez en el horno, y entonces quedan con el color de oro que no se les puede quitar hasta que se caigan en pedazos. Esto me lo contaron los mismos olleros…".

El viajero, siempre que pasa por Muel, está dispuesto a visitar esta Escuela, pero hoy la ha encontrado cerrada. Quizá estén de obras o de reformas.

El viajero entra a la antigua villa de alfareros por el viejo arco mudéjar, que alberga una hornacina dedicada a san Pascual Bailón. Allí comienza la calle Mayor de la villa, que va a dar a la plaza de España. Enfrente de la carnicería se anuncia el Museo etnológico de Antonio. A mano derecha y siguiendo la calle Costa, el viajero da con un callejón donde abre sus puertas otra sede del Museo etnológico de Antonio Rubio Casas. Para visitarlo es preciso llamar a un teléfono que se anota en la puerta. Allí se guarda, entre otras muchas joyas de la cerámica, el azulejo pintado más antiguo encontrado en Muel, que data de fines del siglo XIV o principios del XV.

El viajero encuentra en la plaza de España el estanco, la casa del Ayuntamiento, una oficina bancaria y la Cooperativa Agrícola de San Cristóbal, del año 1945, con el bar Casino. Por la calle que conduce a la parroquia, el viajero se topa con un comercio con las puertas abiertas. Un aviso pone al corriente al viajero que hoy, día de san Jorge, se van a celebrar en el parque lanzamiento de huevos, tiro de barra, tiro de alpargata, tiro de soga, mujeres contra hombres, y un concurso de ranchos. Por la tarde se anuncian títeres.

La parroquia mudéjar, dedicada a San Cristóbal, está rodeada de edificios y tiene las puertas cerradas. La capilla dedicada a las Santas Justa y Rufina, se debe al antiguo Gremio de Vajilleros de Muel. Los maestros alfareros tenían por patrón a san Hipólito y las santas Justa y Rufina eran patronas de los oficiales.

En una casa vecina a la parroquia lucen unas cerámicas con la Virgen del Rosario, del año 1774. En ellas se avisa que el arzobispo de Zaragoza, Juan Saénz de Buruaga, concedía ochenta días de indulgencia por cada Ave María que se rezara ante esta imagen. El viajero va recorriendo las calles de Muel, mientras va rezando para sus adentros una breve oración a san Julián, protector de los caminantes. En una pequeña plazoleta el viajero se topa con un antiguo panel devocional dedicado a Nuestra Señora de los Dolores, del año 1779, que en otro tiempo presidió la fachada del antiguo hospital, donde tendrían cobijo y amparo los caminantes pobres.

Las calles de Muel no son muy anchas, pero todas están limpias. El viajero vuelve otra vez a la calle Mayor y tuerce por la avenida de Nuestra Señora de la Fuente, de camino a la ermita. El viajero se asoma a la barandilla del puente que cruza el crecido río Huerva. En este punto, el río no es más que una acequia grande, que en tiempos debía alimentar la vieja central eléctrica. Pero en estos días de primavera las aguas del Huerva no caben en la acequia y saltan por un escorredero al cauce del río, que un poco más abajo se despeña en dos cascadas de aguas bravas y tumultuosas. Las viejas dependencias de la vieja central eléctrica de Muel se han transformado en Casa de Cultura y en Sala de exposiciones. Delante de la ermita de Nuestra Señora de la Fuente hay una plazoleta con unas buenas vistas al parque y al estanque de aguas verdes y frías. A estas horas el parque está muy concurrido. Los niños juegan en el parque infantil, mientras los mayores preparan la comida. En la planta baja de la Casa de Cultura hay un bar y una terraza con veladores. El viajero entra a la ermita, que se eleva sobre un dique romano, con un estanque. La fábrica de la ermita se remonta a 1770. En el pequeño atrio se anota sobre el mosaico del suelo que se hizo a expensas de Cristóbal Auré Aured, en 1876. Allí el viajero encontró apuntada la plegaria a la Virgen de la Fuente, debida a José María Ferrer "Gustavo Adolfo". Y la leyó en voz baja.

Ya en el templo, el viajero se entera que la ermita, con las pechinas pintadas por Goya, se restauraron con motivo de la celebración del 250 aniversario del nacimiento del pintor de Fuendetodos, siendo entonces presidente de la Diputación General de Aragón, Santiago Lanzuela, José Ignacio Senao, presidente de la Diputación Provincial de Zaragoza, y Cristóbal Ansón Mozota, alcalde de Muel, siendo todo inaugurado el 22 de marzo de 1997. Tras la puerta de entrada hay anotado que la ermita se levantó en 1770, aunque se rehizo en 1817, tras haber sido violada por los franceses en 1810 y 1811. En 1879 se embaldosó. En un pilar de la fábrica se conserva una marca, que señala la altura a la que llegaron las aguas del Huerva, en una riada verdaderamente espectacular. Este renglón se renovó en 1894 y rebasa cumplidamente la altura del viajero. La talla de la Virgen es pequeña y está en un altar que al viajero le pareció de estilo neoclásico. El presbiterio, que está protegido con una alta reja con alarma, luce un bello arrimadero de cerámica de hacia 1770.

Detrás de la ermita y a la sombra de álamos y pinos, el viajero encuentra un espacio reservado para el tiro de bola y el juego de petanca, y un poco más adelante algunos instrumentos para realizar ejercicios para fortalecer la espalda, los brazos, la cintura, los dedos, la muñeca o las piernas. El viajero se topa con tres vecinos que están conversando sentados en unos bancos, mientras se ejercitan con unos pedales.

-Ahora han comprado este huerto para hacer casas, pero es mala época y tendrán que esperar. Ya veremos.

Al lado de la ermita se levantan varios chalés con huertos, donde verdean toda clase de árboles frutales. El viajero distingue perales, almendros, melocotoneros y albaricoqueros. Un trecho más adelante el viajero encuentra algunos campos con manzanos y perales abandonados. Al lado del restaurante El romeral de Goya hay un campo donde unos caballos comen hierba, refugiados bajo una sombrilla. El menú del día se compone de cuatro platos y cuesta trece euros con cincuenta céntimos. De primero se puede elegir entre sopa de pollo o de ternera, o bien pasta. De segundo ensalada de la casa, de tercer plato se puede elegir entre pescado o carne con patatas y de postre fruta del tiempo. Los jueves y viernes hay puchero, aunque tampoco se echa en falta el codillo al estilo alemán.

El viajero regresa a la ermita de la Virgen y baja al parque, donde la gente comienza a preparar sus ranchos y sus mesas. En un edificio de la vieja central eléctrica, que hace las veces de sala de exposiciones, el Club de Montaña La Galocha patrocina unas cuantas fotografías referidas a varias actividades, como escaladas en Morata, Chodes, Jaraba y cerca de unas cascadas en Torralba de los Frailes, piraguas en el pantano de Mezalocha y aún de otras expediciones a tierras lejanas. Las fotografías son en verdad impresionantes.

Afuera el viajero contempla las dos cascadas del río Huerva, que se despeña a gran altura. Al lado de una de las cascadas, a la sombra de la vieja central, unos amigos han montado sus mesas para comer. A la sombra de la central se siente muy cercano el frescor del agua, aunque el ruido es casi ensordecedor. En la puerta del bar el viajero se entera que el premio al mejor rancho consiste en una sartén de sesenta centímetros. Un buen premio. El estanque muestra unas aguas verdes y tranquilas.

Por la avenida de la Virgen la gente viene y va. Se nota que es un día de fiesta. Unos vecinos conversan al sol en el mismo puente del río, contemplando el panorama.

El viajero vuelve a recorrer las calles de Muel a su aire y se topa con La Huerva, una tienda taller de cerámica. También ve sobre los portales de algunas viviendas unas baldosas de cerámica con la leyenda de "Ave María Purísima. Sin pecado concebida", el saludo que se daba en los conventos con torno y antiguamente a los desconocidos. El viajero encuentra en su paseo algunas casas de piedras que en Fuendetodos llaman caracoleñas. Al final de una calle que muere en la vieja carretera, el viajero se topa con un cartel que prohíbe el estacionamiento de peatones. Vaya por Dios. Por la vieja carretera cruzan varios ciclistas hacia Zaragoza. En ella el viajero distingue viejos almacenes, algunos anuncios medio despintados de vinos y licores sobre las fachadas de las casas y varios talleres de cerámica: Bazán, Pina y Hermanos Rubio, que es el más grande, donde el viajero ha comprado en alguna otra ocasión escudillas, ollas y platos de cerámica azul. El río Huerva corre casi paralelo a la carretera. Los pájaros cantan entre los árboles florecidos. Hace calor. El viajero entra a refrescarse en un bar que encontró en una plazoleta rectangular, al borde mismo de la carretera. A estas horas los paisanos tomaban cañas de cerveza y chatos de vino. En esta misma carretera el viajero dio con la Fonda Rubio, con el bar Avenida y con el consultorio médico. Al lado de unas bodegas, cerca del desvío que conduce a Mezalocha, se levanta un gran mural de cerámica, debido a la Asociación de Ceramistas de Muel, donde se sitúan los monumentos más representativos del lugar.

De Muel hasta Mezalocha sólo hay cinco kilómetros. Madoz en su Diccionario escribía que Mezalocha tenía sesenta casas, una calle y una plaza. Y estaba en lo cierto. Las casas de Mezalocha se alinean a lo largo de la calle Mayor, de la que nacen otras cortas callejuelas, que dan al barranco o al monte. Mezalocha tiene una iglesia dedicada a san Miguel, que guarda una imagen gótica de Nuestra Señora de la Esperanza. La parte baja de la fábrica y de la torre es de mampostería, sobre la que se disponen los ladrillos mudéjares. Tampoco falta la cooperativa que lleva el nombre de san Antonio de Padua. En una plazoleta delante de la cooperativa, que bendice el santo desde su hornacina, se encuentra la báscula y en una de sus paredes se anuncia la prohibición de jugar al balón. Las calles del lugar están a estas horas vacías. Los tractores vuelven del campo a la hora de comer. El viajero se mira el reloj y comprueba que ya han dado la una. Más abajo de la iglesia se abre una plaza pequeña que ocupan varios coches. Como hoy es día festivo no hay mercado.

En Mezalocha situaba Antón Pitaco aquel cuento baturro de La miel, que es uno de los preferidos del viajero. Pitaco hacía derivar el nombre de este pueblo del francés metez á l'eau ça, o sea, poned esto en el agua, quizá por el pantano, o del italiano mézza logia, por galería o mirador, o del árabe Mez-al-oh-cha, por mozo del lacha. Vaya a usted a saber. Pues, señor, se cuenta que el síndico del Concejo de Mezalocha, después de despachar el acta de la reunión, propuso ir a merendar al huerto del tío Linaza. La iniciativa se aprobó por unanimidad, pero el secretario comprobó que las arcas municipales estaban vacías. El alcalde dio pronto la solución: se multa al primero que se encuentre y se acabó lo que se daba. Y con esta intención salió el síndico a la calle. En la plaza del pueblo encontró a un vendedor de miel y al comprobar que en los cántaros había varias moscas, que habían muerto por golosas, multó al vendedor con veinte reales. El síndico llevó el duro de la multa al Concejo, con el que tendrían para un "crabito", pero para la merienda faltaba aún para el pan, el vino, el queso y las olivas. Ni corto ni perezoso el alcalde salió decidido a la calle con su vara y su capa. En la plaza encontró aún al serrano que vendía la miel, ya limpia de insectos, y al ver que en los cántaros no había ninguna mosca, gritó: "¡Miel sin moscas1 ¿Quién ha visto cosa parecida?". Y exigió al serrano otro duro. Pero, herido en su amor propio y antes de pagar otra multa, el vendedor abandonó los cántaros de miel y salió corriendo del pueblo. Ni que decir tiene que la miel fue confiscada y sirvió al Concejo "en patrióticas meriendas". La autoridad, pese a quien pese, siempre tiene razón.

En el siguiente número de la Revista de Aragón, donde se publicó este cuento baturro, Peiró contaba que había recibido un "andromino", en el que se le pedía que corrigiese un error. Este suceso del vendedor de la miel no había sucedido en Mezalocha, sino en Villanueva del Huerva. Peiró, aunque no quitaba ni ponía rey, aseguraba que de esta manera lo había oído contar en la Venta Vieja del camino de Valencia. Mariano de Cavia escribió una nueva versión de este cuento que tituló Las dos multas, situándolo en Muel. Aún así, la moraleja es la misma.

Mezalocha, sea o no la del cuento, es un pueblo menudo y montaraz. Por el camino que conduce, barranco abajo, a los campos y sembrados, sube un motocultor a trompicones. Sobre la pared de un almacén el viajero encontró una pintada en tinta roja. "Proybvido aparcar en el cemento. Propiedad particular". Sobre la b se escribió también la v. Estas faltas de ortografía merecían, sin duda, otra multa.

El viajero regresó a la calle Mayor por la cuesta del tío Ramón y resolvió seguir su camino. A la entrada del pueblo se encuentra la ermita de San Antonio de Padua, al lado de un parque muy cuidado. La ermita, levantada sobre los restos de otra del siglo XVII, se inauguró el 28 de agosto de 1945. En el parque hay un mural de cerámica donde se sitúan los pueblos de la Comarca de Cariñena, con sus vías de tren, sus ermitas, sus vinos, sus órganos antiguos, sus rutas cicloturísticas, el pantano de las Torcas, en Tosos, y el de Mezalocha, además de sus bandas de música. En el parque hay bancos, parterres, jardineras, chopos de hoja blanca y pinos. En el monte cercano se alinean algunas cruces, que componen el Calvario. Desde lo alto del Calvario se contempla el pueblo alargado, el cementerio al lado de una granja, al otro lado de la carretera que llega de Muel, algunos campos sembrados y otros en barbecho. Los pájaros no descansan en sus trinos alegres y melodiosos, como una letanía primaveral. El viajero cortó una pequeña rama de tomillo en flor, sintió su olor y se la guardó en el bolsillo de la camisa.

El viajero se volvió a topar con un peirón a la entrada del pueblo y un poco más adelante con un pequeño mural. Cerca de la parada del autobús, el viajero se entera que Mezalocha festeja a san Antón con hogueras, el 29 de abril a san Pedro de Verona, que es fiesta de quintos, con la rendición de las banderas al santo. Por la noche se celebra una cena típica con caracoles y ternasco asado. Al apuntarse hay que pagar diez euros. El 13 de junio, san Antonio de Padua, se hace fiesta popular. Las fiestas mayores son para san Agustín, en las que no faltan las vaquillas y los toros de ronda, aunque el patrón es san Miguel.

El pantano de Mezalocha se terminó el 9 de febrero de 1903, aunque fue recrecido en 1911. Asso cuenta en su Historia de la Economía Política de Aragón, que en 1688 se pensó levantar un dique en el estrecho de Marimarta, para estancar el agua y dar el riego necesario a las tierras del cauce bajo. Pero a este proyecto se opusieron Muel y Mozota. En 1718, siendo virrey de Aragón el marqués de Castelar, se retomó el proyecto. José de Osset y otros dos arquitectos más reconocieron el terreno, elaborando un plan que se editó en 1719. En él demostraron que con 16 mil libras jaquesas, se aseguraba el riego de 20 mil cahizadas. Pero el 20 de junio de 1766 y sin causa aparente, se reventó la mampostería, anegando el agua estancada todas las tierras de las riberas.

En el mismo cartel se apunta una poesía de María Jesús Ansón y unos versos de Alfonso Zapater, que terminan:

El Huerva cada verano
Cede el verde a su ribera
Y en su armoniosa carrera
Murmullos sin fin derrocha,
Para dar a Mezalocha
Una eterna primavera.

Pasado Mezalocha en dirección a Ailés hay una cantera. El viajero anota que puede ser de yeso. El cielo está completamente azul y el sol cae con toda la justicia de Dios. Por una carretera estrecha y sinuosa se llega al pago de Ailés, donde se levanta un moderno edificio que hace las veces de bodega de vino, rodeado de sembrados, viñas y tierras de labor. Todas estas posesiones están cercadas. Sólo queda libre el cielo, sin cercas ni barreras. Los que saben, cantan:

En Muel está el buen pimiento,
en Mezalocha las grajas
y no pasamos a Ailés,
que es ciudad de cuatro casas.

Abajo, en la ribera del Huerva, que se adivina por los chopos que siguen el camino del agua, el viajero divisa a un rebaño de vacas bravas que comen de unas pacas de paja. Un caballo blanco las acompaña. En el campo se suceden los sembrados, algún campo de almendros y los yermos, donde destacan las aliagas florecidas y las retamas. Tras recorrer un largo trecho, la carretera desciende hacia la ribera del Huerva, que cruza por Villanueva. A la entrada del lugar el viajero distingue algunos huertos de hortaliza y un campo de olivos. El viajero piensa volver a Villanueva después de comer, porque ya se le ha hecho algo tarde. Tras cruzar el Huerva por un precioso puente medieval y coronar el puerto que se presenta nada más dejar el pueblo, se suceden los campos de viñas abandonadas y los campos verdes de cereal, junto a los barbechos de tierra cenicienta. En las cunetas de la carretera, con un pavimento en muy mal estado, crecen las amapolas y otras florecillas blancas y moradas. A un corto trecho el viajero da con Fuendetodos y hace parada y fonda. El comedor de El Capricho de Goya reúne a numerosos comensales, que son atendidos por un sólo camarero. Al viajero lo sientan en el extremo de una larga mesa que parece destinada a bodas y bautizos. Y de esta guisa aguanta más de media hora. El viajero, cansado ya de poner en orden sus apuntes, se iba a levantar para buscar otra casa con más tenedores, cuando el camarero le trajo los cubiertos, el vino y el pan, pero se dejó en el cajón la servilleta. Sólo se sirve un menú de día: ensalada o pasta, carne o pescado. De postre dulce o helado. Al pagar invitaron al viajero a un cortado, que le supo a rayos. Vaya por Dios. Tras la comida, los turistas llenaban la terraza al resguardo del sol. El viajero cogió su cámara y su cuaderno de notas, y bajo el recio sol de la tarde salió dispuesto a darse un paseo. El lavadero del pueblo está en obras. A la entrada del lugar todavía se conserva la vieja fuente de todos, que dio nombre al pueblo, situada en la cuneta de la carretera, frente a un campo que parece una alfombra verde con flores amarillas. Se dice que el conde de Fuentes, señor del lugar, defendía que la fuente era de su propiedad, pero un viejo le replicó que era de todos. De ahí el nombre del pueblo: Fuendetodos, aunque de antiguo de llamó Fuen de Tosos. Un trecho más adelante el viajero tomó un camino de tierra que lo llevó a la nevera Culroya, que es del siglo XVIII. A estas horas de la tarde los caminos y los campos están desiertos. El viajero abrió el cerrojo de la puerta de la nevera y por unas escaleras metálicas bajó hasta el fondo. Al cobijo de estas gruesas paredes de piedra no se siente nunca el calor. En septiembre de 1999 se celebró en Fuendetodos un Seminario Internacional dedicado a "Las neveras y la artesanía del hielo". En Fuendetodos aún quedan restos o memoria de otras neveras, como la del Barranquillo, el Calvario, la Roza o la calera del tío Faustino. Y también quedan restos de otras neveras en Azuara y Villanueva. En tiempos, los carreteros iban con la nieve a Zaragoza por el camino de Jaulín. Por el Paso de los Carros en María tomaban el camino real de Madrid. Eran ocho leguas, o lo que es lo mismo, cuarenta y cinco kilómetros, toda una jornada de invierno. Los pedidos se recibían veinticuatro horas antes. Los carros salían al día siguiente, llegando a Zaragoza al otro día de buena mañana. En caso de no cumplir con el pedido, debían pagar una multa. El viajero sale del pozo de nieve y se sienta a la sombra, sobre las piedras venerables de la nevera Culroya, frente a un campo sembrado de cereal que no levanta del suelo ni medio palmo. Sobre él se persiguen dos mariposas blancas. Tras la torre de la iglesia, los aerogeneradores dan vueltas y más vueltas, estropeando la vista del horizonte. Sobre los montes que se divisan desde la nevera, giran y giran otros molinos de viento. El viajero continúa por este camino, que lo conduce hasta una granja y un campo de almendros abandonados. Cruza un yermo y vuelve a salir a la carretera, a la altura de la fuente del lugar, mientras un tractor pasa hacia la granja. Una brisa agradecida alivia el calor. Desde la carretera nace una calle solitaria por la que el viajero, entre corrales y almacenes, da con la plaza de Aragón sin un alma. La preside un viejo peirón. En el parterre florecen los despidenovios. En una esquina se levanta una casa señorial con el escudo de los Ferruz, que luce una espadaña descomunal. En otra de las esquinas de la plaza destaca un reloj de sol que marca las dos y media solares. La calle que lleva hacia la iglesia está en obras. En Fuendetodos se suceden las casas solariegas y otras que lucen un lento abandono. En la parte más alta del caserío aún quedan restos del castillo, confundidos con las paredes de los corrales.

Una señora sale a la calle, mientras los gorriones cantan su ventura. Al lado de la parroquia se encuentra el Taller del Grabado, que fue inaugurado en 1994, aunque en estas fechas permanece cerrado. Frente a la fachada principal de la iglesia hay un edificio de piedra, con el tejado hundido, que deja al descubierto dos arcos bien perfilados. Al viajero le informan que antiguamente fue una ermita. Al lado del monumento con el busto de Goya, obra de Antonio Macho de 1920, una señora contempla el paisaje desde este mirador. Entonces un reloj da las cuatro y media y la señora va a abrir la puerta de la iglesia. El viajero no se lo piensa dos veces y la sigue. En la última capilla, entrando a mano derecha, fue bautizado Francisco de Goya. Mientras la señora va echando agua a los jarrones con flores, el viajero toma nota de dos sepulturas, una a cada lado del presbiterio, donde yacen sepultados un familiar y un comisario del Santo Oficio. El viajero se entera que todos los jueves se celebra la misa a las cinco de la tarde. Y aunque ya estamos en primavera, aún se cumple el horario de invierno. Los domingos y festivos se anuncia la misa a las diez y media de la mañana. El viajero sale de la parroquia y toma la calle que le conduce, por la plazoleta de la iglesia, a la calle de San Roque, que alberga una galería de arte, también cerrada, vecina al arco de San Roque. Abajo, en otra plazoleta con veladores, se levanta la casa natal de Goya, vecina a las escuelas que mandara levantar el pintor Zuloaga, y que hoy acoge una exposición dedicada a los seguidores de Goya. Frente a la casa del pintor y sobre una barbacana, destaca un busto donado por Gonzalvo en 1978. Con la misma entrada se puede visitar esta sala de exposiciones, inaugurada en 1996, la casa natal y el Museo del grabado, inaugurado en 1989. A estas horas los turistas están tomando algo fresco en los veladores de la plaza. En el Museo del grabado el viajero se entera que está en proyecto la construcción de un museo moderno y grandioso dedicado a Goya. Y el viajero frunce el ceño, porque acertar con Goya resulta siempre muy difícil.

Fuendetodos debe casi todo de lo que es a Zuloaga, que compró la casa natal de Goya, levantó la nueva escuela y mandó escribir a José Valenzuela La Rosa una cartilla para que los niños del pueblo conocieran a su paisano más famoso.

En su viaje de regreso a Villanueva, el viajero se detiene a ver una vez más la nevera de la antigua venta, hoy convertida en corrales de ganado, al lado de una charca y de unos sembrados verdes y lozanos. En Villanueva y a la vera de la carretera, el viajero encuentra a la sombra de algunos árboles a varios vecinos en animada tertulia. La carretera cruza el lugar de parte a parte. Villanueva es un pueblo con muchas casas nuevas. Villanueva tiene una plaza delante de la iglesia con frontón, en el que no faltan los inevitables vivas a los quintos, y una fuente de forja en el centro. La plaza de Villanueva es más grande que la plaza de Mezalocha y luce un mejor escenario para el cuento de La miel.

Agustín Peiró, además de festivo escritor, periodista, dibujante, impresor, y persona de varias y variadas aficiones, fue académico de San Luis, ateneísta, conferenciante y, como no, concejal en varias ocasiones. En sus años jóvenes fue descreído y revolucionario, pero luego militó en el partido conservador.

¡Ser concejal! ¡Lucir la bandolera
Y oír el grato son
Del guerrero clarín, y en doble hilera
Ir en la procesión! …
¡Ver bailar los caducos gigantones
Delante del portal;
Decomisar los panes y roscones
Que se han pesado mal! …
¡Oír la voz potente de un sereno
Que nació parlanchín;
Tronar contra el descuido de un sereno
O el jefe del rondín! …
¡Tomarse un jicarón de chocolate
Y un sorbo de Jerez
Sentado frente a frente de un magnate
O cardenal o juez!...

Siendo Peiró concejal de Zaragoza encargó a su amigo Francisco Pradilla dos cuadros para su Ayuntamiento, a tres mil pesetas cada uno. Se trataba de los reyes Alfonso I el Batallador y Alfonso V el Magnánimo y fue el único encargo oficial de la ciudad al pintor de Villanueva de Gállego. A la entrega de los cuadros, Peiró escribió a su amigo: "No veía la hora de dejar mi cargo, cargo donde no volvería ni atado por la Guardia Civil, pero no quise salir del Municipio sin dejar solucionado el pago que recibirá usted, porque si no, no cobra usted". Pradilla confesaba a Anselmo Gascón de Gotor: "¡Es la única sonrisa aragonesa que recibí, y aun ésta torcida!". También para hacer patria, el Casino Principal de Zaragoza encargó la decoración de una de sus salas a Alejandro Ferrant, pintor y amigo de Pradilla, que sentía amargamente la indiferencia de su tierra, convertida una vez más en madrastra.

Al cruzar por la puerta de la parroquia, dedicada a Nuestra Señora de los Ángeles, el viajero escuchó un murmullo y entró. El reloj de la torre había dado las seis de la tarde y en los primeros bancos de la parroquia, más de una docena de mujeres comenzaban el tercer misterio del rosario. La iglesia está fresca y limpia. A los pies del templo se sitúa el coro enrejado. El suelo es de mosaico con piedras blancas y negras. Las velas arden delante de los retablos. El viajero descansa un rato mientras las mujeres acaban de rezar la letanía. El viajero sale de la iglesia sin hacer mucho ruido y toma una calle que lo lleva al puente medieval. Cruza la carretera y coge la calle del Barranquillo, que hace honor a su nombre. Allí se sitúa el abrevadero y el lavadero. En la orilla del río el viajero descubre una casa que debió ser el molino del lugar. Unas mujeres conversaban un poco más arriba, mientras unos niños correteaban entre sus faldas. Villanueva tiene colegio, cuartel de la Guardia Civil, tiendas y bares. De allí parte la carretera hacia Aguilón y Tosos. Algunos viejos pasan la tarde de cháchara, sentados a la sombra, al borde mismo de la carretera que trajo al viajero desde Mezalocha. En un cartel de una calle se podía leer: "Prohibido verter basura a menos de 600 metros". Unas niñas pasan de comprar chucherías de una tienda. Una ellas le dice a otra con descaro:

-¡Estás sangrando! ¡Tienes la regla!

Unos niños las siguen a distancia, escondiéndose tras una esquina. Unos hombres están subidos a un tejado, reponiendo las tejas, mientras unas mujeres los vigilan desde la calle.

El viajero toma la carretera de Cariñena, una carretera estrecha y mal pavimentada. A su paso se encuentra con manchas de pino autóctono, viñas y sembrados. Deja a un lado la carretera de Tosos y al trasponer la última curva, divisa al fondo y en una inmensa llanura a Cariñena, rodeada toda de campos de viñedos.

Al domingo siguiente el viajero retoma su viaje y sale de casa a una hora prudente, ni muy tarde ni muy temprano. Mozota es un pueblo pequeño en el que llevaban merecida fama los cardos, como en Muel. En el siglo XIII este lugar pertenecía a Lope Ximénez de Agón y a principios del XV a los Coscón. Un siglo más tarde María Coscón vendió Mezalocha y Mozota a Sebastián de Erbas, aunque no faltaron los pleitos con el Concejo de Zaragoza, que mandó tomar a sangre y fuego los dos castillos, vendiéndolos al señor de Ricla. En el censo del marqués de Aitona de 1610, Cadrete sumaba doscientos cuatro fuegos de moriscos, María doscientos, treinta y ocho Botorrita, noventa y ocho Mezalocha y cincuenta y nueve Mozota. Todos se reunieron en Botorrita y continuaron viaje, camino de la expulsión, por La Puebla de Albortón, Lécera, Albalate, Alcorisa y Aguaviva, último lugar de Aragón. En 1848, Mozota pertenecía a los duques de Villahermosa.

Aquella mañana de domingo soplaba un cierzo descastado y hasta molesto. Mozota se sitúa en las riberas del Huerva. Tiene una calle que lleva el nombre de Aire y otra dedicada a Genaro Poza. La plaza de España es el centro del pueblo, donde se levanta el antiguo palacio, la iglesia, el bar y el Ayuntamiento. De esta plaza nace una calle que lleva hasta un viejo arco, en el camino real de Zaragoza. Allí unos niños jugaban a rechazar un ataque terrestre, pero el viajero no es violento ni guarda represalias a nadie. El palacio, que es una casa de tipo aragonés del siglo XVI, fortificada y almenada, está comunicado con la iglesia de Santa María Magdalena por un arco. Según Zurita, Juan de Pomar raptó en este castillo a Angelina Coscón en 1418. El viajero supone que fuera de noche y por amor. Otros dos amantes contra todas las razones y sinrazones del mundo. Al viajero le gusta el palacio de Mozota con aires de castillo. A su lado se siente un poco guerrero, o poeta, o simple contador de historias. Según Antón Pitaco, de Mozota eran Cañuta y Mochila, que se tenían por amigos inseparables. El tío Chuflete, "maestro in partibus" de Mozota, al comprobar que no podían vivir el uno sin el otro, los bautizó como Pilatos y Oretes. Y como buenos amigos visitaron Zaragoza un 10 de octubre de 1877, que ya estaba en fiestas. Y allí encontraron raras costumbres y aún más raros impuestos. Vieron muchas cosas, pero entre tantos contratiempos, se gastaron los ochenta reales en cuadernas que llevaban escondidos en la faja.

Cruzando este arco, que comunica el palacio con la iglesia, se llega a la plaza del duque y de la duquesa de Villahermosa, pues de las dos formas se anuncia en los rótulos. A esta misma hora algunos vecinos salían de misa. Parece que se ha celebrado algún bautizo, porque los vecinos formaban corrillos, comentando la ceremonia. Varios hombres se dirigieron al bar. En una casa situada en esta misma plazoleta el viajero distinguió un escudo noble. El viajero rodeó la fábrica de la iglesia y encontró la plaza dedicada a Aragón, donde tiene su sede la Asociación de Tercera Edad, y la Glorieta de la duquesa de Villahermosa. Las calles de Mozota están limpias, sus casas son las típicas de pueblo y en algunas ventanas y balcones florecen lozanos los geranios. Una calle va rodeando todo el perímetro del palacio. A las afueras se suceden los huertos con tomates y lechugas, junto al residencial Montesol. Al viajero le gusta Mozota. El viajero se compraría una casa de pueblo en Mozota, o el mismo palacio del duque, que luce un abandono señorial. A los de Mozota les dicen canasteros. Por algo será.

En Muel están los pijorros,
en Mozota los canasteros,
en Jaulín los arraclanes
y en Botorrita los fiesteros.

A la altura del desvío de Botorrita cruza la vía del ferrocarril de Zaragoza a Valencia. Una alta chimenea se enseñorea bajo un cielo feo y gris. Antes de entrar al pueblo se levanta otra chimenea al lado de una fábrica, donde se alinean ladrillos y unas placas grises para la construcción. Tras una cuesta el viajero da con el pueblo, al que se le han unido unas casas prefabricadas de dudoso gusto. Al parecer, Botorrita ha sido invadida por los domingueros de chándal, por la especulación y el mal gusto. El pueblo viejo es pequeño. En él hay una calle dedicada al cierzo, que sopla frío y descarado a estas horas de la mañana. En una pared el viajero encontró un aviso, por el que se enteró que la Escuela de Música Jorge Aliaga había ensayado el pasado 25 de abril. Ese mismo día, a las seis de la tarde, la Asociación de Mujeres Virgen de Valfría había celebrado una misa, a la que seguiría un café en el local de la Asociación.

La parroquia de Botorrita, dedicada a san Agustín, es muy pequeña. El viajero sólo contó catorce bancos repartidos en dos filas, o sea, a siete por fila. Una lápida en el coro informa que doña Victoria Foncillas y Eril la mandó construir en 1691. La iluminación exterior se inauguró el 20 de enero de 2007 por Arturo Aliaga, Consejero de Industria, Comercio y Turismo. A la puerta de la iglesia hacían hora algunos fieles. Un poco más arriba de la iglesia, el viajero divisó el cementerio y dio media vuelta.

Unos paisanos preguntaron al viajero si estaba haciendo un reportaje de Botorrita. El viajero no es periodista, pero tampoco es turista. El viajero hace honor a su nombre y contesta con la verdad. Eran las doce y cuarto del mediodía y las campanas comenzaron a bandear. Una abuela pasó con su nieto camino a misa. El viajero tomó nota que en este pueblo hay calles que se llaman Iglesia, Palacio, Cruz rota y Costerón. En la plaza de la Hermandad abre sus puertas el Centro Cultural y Social. Los contenedores de basura están a rebosar, bajo unos árboles de Judas o del amor. El viajero encontró un caserón de estilo aragonés, quizá sea el palacio del que hablaba Madoz en su Diccionario. Sobre un portal cerrado un cartel anunciaba un Seminario de Ciencias Naturales. A la altura del Centro Polivalente, unos ciclistas con cara de frío adelantaban la vuelta. "¡Venga! ¡venga!…". El cierzo no se cansa de silbar, ni los gorriones de cantar, mientras unos niños cruzan en bicicleta por las calles desiertas de Botorrita. En las fachadas de las casas el viajero reconoce varios aparatos de aire acondicionado. Y eso a pesar del cierzo. Las piscinas se encuentran al lado de la carretera, frente a unos chalés de donde parten dos caminos. Allí un cartel avisa la situación de las ruinas de la ciudad celtibérica y romana de Contrebia Belaisca. El viajero sigue la dirección que indica el cartel. Por este camino hay algunos chalés con vallas y altas tapias con alarma. No quieren que nadie les vea, sólo un señor muy serio que se hace llamar aburrimiento. La intuición del viajero le hace abandonar el camino y cruzar, campo a través, por un yermo de tierra blanquecina, en dirección a una cubierta metálica. Y no se equivoca. Bajo esta cubierta, en el llamado Cabezo de las Minas, se encuentran las pocas ruinas de la ciudad, rodeadas de una valla metálica. El poblado se incendió totalmente en el año 49, tras la victoria de César sobre los pompellanos en Lérida, y ya no se reconstruyó. En este yacimiento se han encontrado cuatro documentos escritos sobre láminas de bronce, que quizá formaran parte de un posible archivo. En 1979 se encontró la llamada Tabula Contrebiensis, que recoge en lengua latina un pleito fechado en el 87 antes de Cristo, entre los alavonenses de Alagón y los saluienses de Zaragoza, por una conducción de aguas. Las dos partes se encomendaron a los neutrales magistrados de Contrebia, que dieron la razón a los de Zaragoza. La Zaragoza ibérica era entonces frontera con vascones, íberos y celtíberos.

De Botorrita, según escribía Antón Pitaco, eran naturales Manuel y Manuela, que habían nacido el primer día del año 1790. Manuel estuvo ocho años en la guerra de 1808 y cuando volvió para casarse con Manuela, comprobaron que sus haciendas estaban desaparejadas y por tanto, para evitar murmuraciones, dejaron la boda para el día que sus haciendas estuvieran al parejo. Y así fueron pasando los años hasta que por fin, después de incontables vaivenes de fortuna, los eternos novios comprobaron que sus haciendas eran semejantes. La boda se anunció para el día después del día de la Virgen del Pilar de 1876. Pero aquella misma mañana de la boda encontraron a la novia muerta en la cama. Había muerto de vieja. Y todos los invitados se preguntaron: ¿Hubieran sido más dichosos sin tantos miramientos? "Trastos y cuestion", como decía el tío Acial, que había aprendido algo de inglés en Ceuta.

Pérez Galdós, en sus Episodios Nacionales, sitúa en Botorrita a mosén Antón Trijueque, que pertenecía a la partida de El Empecinado. El 15 de junio de 1809 Suchet derrotará a Blake en María, en una mala tarde de tormenta.

María de Huerva también es un pueblo tomado por los zaragozanos. En unos años ha crecido sobre campos y huertas. Al lado de la carretera se levanta la Posada Real, con cuatro entradas, patio central y pozo. En un acantilado, sobre el curso del río Huerva, se adivinan las ruinas de la gran fortaleza árabe Al Marya, "la atalaya" que ofreció una terca resistencia a las tropas de Alfonso I el Batallador. En el siglo XV, María y Botorrita, formaban parte del extenso patrimonio de los Fernández de Heredia, luego condes de Fuentes. En el siglo XVII, María se refundó en el llano.

María tiene una calle muy pintoresca, dedicada al escolapio, científico y pedagogo nacido en María, Patricio Mozota (1873-1946), que conduce hasta la iglesia parroquial, obra de mampostería y dedicada a la Asunción de la Virgen. A un lado de la calle y vecina a la parroquia, abre sus puertas la residencia de María Auxiliadora, de la Fundación Federico Ozanan, que da también a una plazoleta ajardinada.

Después de la bendición, los feligreses comenzaron a salir de misa mayor. En el tablón parroquial se anunciaba una boda. El novio es vecino de Cadrete y la novia vasca. El viajero entró con la misa acabada y echó un vistazo, mientras en la primera capilla del lado del Evangelio, un grupo ensayaba una bella canción.

La calle dedicada al Padre Mozota tiene farolas isabelinas, bancos y jardineras. A la puerta del bar La Tapica un perro estaba atado bajo una sombrilla. En un portal, unos niños jugaban con una consola. En medio de la calle dos paisanos conversaban.

-Hoy voy a comer de soltero. Es lo mejor…

La calle del padre Mozota se convierte en la de Valenzuela Soler al salvar una plazoleta y, tras el cruce con la calle Cervantes, recibe el nombre del alcalde Modesto Laguna, que llega hasta el pabellón. Las calles de María son paralelas y perpendiculares. Sobre el portal de una casa, una placa de cerámica informaba a los curiosos de su dueño: "Julio Alejandre. Tornero mecánico de precisión". María también fue en tiempos un pueblo de buenos alfareros, aunque en los tiempos que corren en este pueblo sólo se venden pisos.

El viajero pide mesa en el Mesón de Aragón, que casi está al completo. En un reservado se celebra un bautizo y el camarero sirve vermús y cañas de cerveza. Los invitados visten trajes con corbata y las mujeres vestidos de gala. En el Mesón se come rápido y bien. En el menú se ofrecen varios platos de primero, de segundo y de postre.

Según el cuento de Antón Pitaco, Chiflete y Garrampas eran dos mozos de María, que sortearon un primero de abril. Chiflete sacó el número 1 y Garrampas el 9. La novia de Chiflete "chilló, gritó, lloró, gateó y escandalizó al pueblo". Su mal no tenía consuelo. Pero Garrampas, como buen amigo, sustituyó a Chiflete y a los pocos días ingresó en caja. Al mes justo se casaron Rosa y Chiflete, y en vez de perderse dos casas, se perdió solo una. La Rosica se transformó en la tía Raspas, debido a su mal genio, y Chiflete se dio a la bebida. Mal comido y bien bebido cogió además la "perlesía", que lo tenía medio paralítico. Una tarde el coche de viajeros paró en la venta del conde y de él se apeó el bueno de Garrampas, que regresaba de la Habana, con buena salud y algo de dinero. Tras los saludos, todos le echaron la culpa de las desgracias de su amigo, por lo que Garrampas tuvo que hacer de tripas corazón. Chiflete sintió un enorme júbilo al encontrarse con su amigo y saber que iba a cuidarlo y a mantenerlo. El día que nombraron alcalde a Garrampas, Rosa murió de un sofocón. Garrampas fue un buen alcalde y más que un buen amigo, pues hasta los dos hijos de Chiflete lo llamaban Madre. "Chiflete y Garrampas no se separaron nunca, vivieron siempre juntos y murieron el mismo día; Chiflete de indigestión, y Garrampas de ver morir a Chiflete".

Después de comer el viajero partió de María con la intención de visitar Alperte y Ribatuerta, pero al parecer estos dos pueblos habían desaparecido hacía muchos años a causa de una gaita. Al menos eso es lo que contaba el gracioso de Antón Pitaco en una historia que parecía cuento. Y el viajero, un tanto desencantando, dio media vuelta.

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