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Vivir en el peor de los mundos posibles. Una invitación a la lectura de Baltasar Gracián


TOMÁS Z. MARTÍNEZ NEIRA | A principios de Diciembre del año 1658, en Tarazona, Zaragoza, muere Baltasar Gracián. Una muerte ciertamente cruel: el castigo que la orden de los jesuitas ejerce al que sería una de sus cabezas más claras y más eminentes gana el pulso. Los ayunos, la incomunicación y el frío nunca han sido buenos amigos de la vida. ¿Qué crimen había cometido Gracián para terminar sus días en la cuna de la miseria? A efectos de la Compañía, la desobediencia unida a una campaña de críticas feroces contra su obra escrita. A efectos de nuestra contemporaneidad, no sólo haber sido más jesuita que los jesuitas, sino haber otorgado figura a su propio tiempo.

Nunca he pensado que haya cabezas adelantadas a su presente, "nacidos póstumos" como diría Nietzsche, sino más bien cabezas radicalmente conscientes de su propia época, cabezas que, como tal, se esfuerzan por decir lo que está sucediendo, ni más ni menos. Ahí está, precisamente, la desvergüenza del autor aragonés: escribir su Tiempo. Pero ¿qué Tiempo es ese?

La vida y obra (si acaso no es lo mismo) de Baltasar Gracián recorre la primera mitad del siglo XVII. En categorías históricas, estamos hablando de la época del Barroco. Una época ciertamente inquietante y dificultosa para quien intenta acercarse a ella. La discusión sobre la misma aún no está cerrada: no sé termina de saber siquiera si existió. Entre el Renacimiento y la Modernidad aparece ese extraño hiato del siglo XVII que no consigue generar una forma propia, definida. Para unos es una suerte de humanismo degenerado, de Renacimiento putrefacto. Para otros es una modernidad incipiente, el inicio de nuestro propio presente.

Sea como fuere, el Barroco en España se vivió como una experiencia radical y profunda de contemplación del Mundo; una experiencia que intentaba hacerse cargo de una muy particular situación: el abandono de éste por Dios. Se puede decir que el Barroco es el momento de consciencia por el cual el hombre se hace cargo de su soledad en la tierra. Diversos acontecimientos materiales se conjugan en este siglo para dotar a la existencia de una sombra de duda, de escepticismo, que termina por coagular en la melancólica vivencia de la errancia hacia ninguna parte que significa la vida. Las crisis económicas, las pestes, el hambre, las guerras, unidas a una devaluación de los estamentos superiores de la sociedad, es decir, a una total incredulidad hacia el Soberano, incapaz de ejercer su cargo, y hacia la Iglesia, incapaz de vencer la tentación de la corrupción, generan una situación en la que el hombre observa, con terror y temblor, el modo en el que todos los paradigmas de estabilidad que hasta ese momento habían ordenado el cosmos, devienen puras invenciones más o menos afortunadas que, como tal, desaparecen en el polvo de su propia mentira.

Es cierto que el Barroco, visto desde esta perspectiva, azotó a toda Europa y, por cuestiones bien conocidas, a parte del continente americano. Pero especialmente fue en España donde alcanzó su figura más conseguida. Aquel siglo de Oro de las letras españolas, también siglo del "Yerro". Gracián habita pues una época en la que la falta de horizonte es una de las categorías más relevantes que la define. Gracián la habita, pero también la piensa, la reflexiona, la escribe. Pero ¿cómo se puede pensar lo impensable? ¿Cómo se puede hacer discurso de aquello que, por su propia inestabilidad, por su propia irreductibilidad, se resiste a ser enmarcado, a ser delimitado, a ser, en resumen, dicho? Es ahí donde encontramos la principal grandeza de nuestro autor.

Gracián se resiste a continuar la corriente de pensamiento universalista que le lega la escolástica. La pretensión de pensar su presente desde categorías cerradas, fijas, es una pretensión que hace aguas en su pluma. Su modo de pensar la realidad que lo circunda intenta mantenerse fiel a la misma, abarcarla en su especificidad, más allá de trabajarla desde el presupuesto.

Gracián es consciente de la imposibilidad de tener conocimiento de su época desde un discurso abstracto. Si Dios no habita ya entre los hombres, si Dios se encuentra en una radical transcendencia, entonces no se puede hablar nunca en términos paradigmáticos. El discurso mismo tiene que ser sincero espejo de la realidad, y esta realidad se muestra a ojos de nuestro autor como una realidad cambiante, heterogénea, nunca como una realidad que se pueda abarcar desde principios y se pueda conocer deductivamente. El horror vacua que ya Aristóteles divisaba en la equivocidad del discurso, y contra el que intentó luchar, se derrama ya no sólo sobre las palabras, sino sobre las cosas mismas.

No es una realidad lógica, sino más bien una realidad poética. Un discurso que se haga cargo de tal hecho ha de convertirse en un discurso forzadamente figurativo. Y, consciente de esto, Gracián genera un modo de conocimiento del mundo, incluyendo un modo de conocimiento del hombre y de sus relaciones, que lleva la marca de la ficción, la marca de lo poético. La metáfora, la alegoría, se convierten así en el único lenguaje a la altura de un tiempo que ha perdido el fundamento. A la altura de unos hombres que se las tienen que ver con la dificultad de no ahogarse en una mar de objetos que fluctúa en todas direcciones sin que ninguna de ellas sea la definitiva.

Para el autor aragonés, la racionalidad del hombre se cifrará en su ingenio. En su capacidad de escudriñar las infinitas manifestaciones de las relaciones entre las cosas y los hombres. Una visión más artística, más creativa que deductiva, gobierna la antropología de Gracián.

Así, ha pasado a la historia, al igual que muchos autores de esta época, de este país, las más de las veces como un autor meramente literario. Como un creador de manuales de retórica o de conducta, un mero moralista, un mero escritor. Pero esto es porque quizás no se ha tenido en cuenta que por debajo de todo discurso, de toda afirmación, subyace una visión del mundo, una metafísica, de la que este discurso no es ni más ni menos que reflejo, ostensión.

Su obra más conocida es una novela. El Criticón, dividido en tres partes, aparece a nuestros ojos como una ficción alegórica en la que se narra el discurrir del ser humano desde su encuentro con la realidad hasta su despedida de la misma, su muerte. El Criticón narra la Historia, en mayúsculas, pues narra lo que hay desde el momento en que el Hombre pone pie en tierra. Una tierra que, a ojos de nuestro autor, y desde la interpretación que de él hacemos, se podría definir como "el peor de los mundos posibles". La Historia es así, para Gracián, la puesta patas arriba de aquel armonioso espectáculo que en un remoto pasado Dios puso en marcha. La llegada del Hombre al mundo, el acontecer de la Historia, es así el desorden, la inquietud, la soledad, la intemperie más radical. Dicho en palabras más ordinarias: un sin Dios.

Pero que esta obra tenga la forma de novela, y especialmente alegórica, no es una elección libre y personal por parte de Gracián. Como veíamos antes, la realidad adopta la forma de lo indecidible, de lo mutable. Así, las figuras del discurso que más se ajustan a ella son, precisamente, las que permiten el juego, el movimiento de los significantes. La perdida de Dios implica también una pérdida del significado. El enlace significante-significado estalla en los mil pedazos que el decir alegórico permite. Allí, en donde cualquier cosa puede significar cualquier otra, la alegoría se cobra su mayor recompensa, su mayor esplendor.

A lo largo de El Criticón (última obra de Gracián, y la más extensa), que funciona también como compendio de toda su escritura anterior, encontramos el modo en que el Hombre puede intentar hacerse cargo de la nueva situación a la que se ve entregado. El paso del Hombre por la tierra se cifra en el intento de desenmascarar, intento siempre infinito, la realidad engañosa que lo rodea. Su papel en ese teatro que es el mundo, es el de generar máscara sobre máscara para así salir airoso de las vicisitudes en las que se encuentra. ¿El fin de dicho deambular? La muerte. Y, ¿frente a la muerte qué? La inmortalidad. Pero no una inmortalidad en un otro lugar, a la diestra del Padre, sino la propia inmortalidad en la tierra misma. Morir ha de ser el paso que permita poder continuar en la vida, para siempre. La fama graciana se muestra así como la posibilidad de fosilizarse en un mundo que, siendo el peor de los posibles, no deja de ser el único. Devenir un objeto de contemplación para las generaciones posteriores es devenir un objeto a la altura de un tiempo en ruinas. Ser es ser ruina, pedazo, escombro, que cifra que en un momento dado se estuvo aquí, y que del mismo modo cifra que nunca se abandonó esta tierra. Polvo eres y en polvo te convertirás, no en ángel, sino en polvo.

Poco edificante puede resultar pues una lectura tal de la obra de Baltasar Gracián, pero nadie dijo que el saber lo fuera. Con Gracián podemos ver el esforzado intento de un autor por otorgarle figura a una época imposible. Precisamente por este mismo carácter, su obra se presta a muchas interpretaciones, a muchas relecturas. Así, aquel que murió en condiciones miserables alcanzó su propia finalidad: murió dándole la espalda a un mundo que jamás abandonaría. Gracián devino alegoría, ruina, objeto de contemplación y reflexión aún en nuestra actualidad. Ganó la batalla en los propios términos que la definió.

De ahí que me parezca oportuno invitaros a su lectura, a la lectura de un texto que se desparrama en múltiples direcciones, ondulando entre el vacío de la nada ontológica y la obscena proliferación de un discurso retórico como pocas veces ha dado a luz la Historia Universal de las Letras.

Siempre puede uno encontrarse a gusto entre la belleza del lenguaje y sus múltiples figuras, acomodado en la superficie estética de las palabras. Pero no está demás recordar, con Benjamín, que quizás la exuberancia es la otra cara de la nada, que después de la fiesta, del carnaval, cuando se apagan las luces, quizás solo queda el vacío. La carcajada como la mueca que cifra el saber del Diablo.

Tarántula (14-2-2015)


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