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Viaje de invierno a Daroca
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FRANCISCO TOBAJAS GALLEGO | El viajero ha estado en otras muchas ocasiones en Daroca. El viajero es, en estas y en otras debilidades, más o menos inconfesables, reincidente, porque Daroca, como el corazón humano, nunca se acaban de conocer del todo. Hasta los viejos muros y las siempre abiertas puertas de Daroca se puede llegar desde cualquiera de los puntos cardinales, en cualquier estación del año. Pero en esta ocasión el viajero ha preferido hacerlo desde Calatayud, siguiendo el cauce crecido del río Jiloca y, como el Cid, llegar hasta las bien defendidas murallas de Daroca con sus armas en bandolera: un bolígrafo, un cuaderno de notas y una cámara de fotos, con las que conquistar la buena memoria de una ciudad que esconde tantas leyendas como esperanzas y frustraciones.
En Paracuellos de Jiloca, el viajero ha podido ver de pasada la reciente ampliación del balneario de aguas sulfurosas, que ya aparece reseñada en el número de marzo de La Magia de viajar por Aragón. En las mesas de su cuidado jardín, los bañistas podrán sentarse al mediodía a leer el periódico y a conversar tranquilamente. El bisabuelo del viajero, que cantaba la jota de oídas, fue en una ocasión a homenajear a un cantante de opera italiano, que se hospedaba en el balneario de Paracuellos. En el camino desde Calatayud fue memorizando una copla que alguien había escrito para la ocasión. Llegado el momento, al bisabuelo del viajero se le debió de ir el santo al cielo, pues cambió el adjetivo de sulfurosas, de las aguas medicinales, por "sinforosas", lo que debió provocar la carcajada general, aunque el tenor italiano no debió entender de la misa la mitad. El viajero recuerda que en el Espejo cristalino de las aguas minerales de España, 1697, de Alfonso Limón Montero, ya se citaban las aguas de Paracuellos. El rey Carlos III concedió al Hospicio de Calatayud el arbitrio de las aguas minerales perdidas de Paracuellos, que retuvo en propiedad, aunque sin utilizarlas. Pero en 1844, por testamento de Juan Herrer, la era donde nacían estas aguas pasó a Felipe García Serrano, quien ganó el pleito al Hospicio. Y es alrededor del año de 1848 cuando se levanta este balneario junto al manantial.
El viajero mira de reojo hacia el cielo, donde parece tocar la espadaña de la torre de la iglesia de San Miguel, junto a los viejos muros del castillo, que guarda pinturas de Pietro Morone. Paracuellos de Jiloca es un pueblo pequeño, donde aún se siguen construyendo nuevas viviendas, con unas privilegiadas vistas al valle. La ribera del Jiloca, cercana ya a su desembocadura en el Jalón, es ancha y fecunda, y en estos días finales del invierno los árboles comienzan a despertar de su letargo. El viajero comprueba que los almendros ya están floridos, también los melocotoneros, a los que seguirán escalonadamente los perales, los ciruelos y los manzanos. La primavera no ha llegado todavía al calendario, pero los campos y las cunetas de las carreteras ya la anuncian con sus vistosas flores de colores.
El viajero va escuchando las canciones de un viaje de invierno de Schubert. La carretera cruza Maluenda de parte a parte. Sobre su caserío sobresale la torre de la iglesia de Santa María, la arruinada de San Miguel, la torre albarrana, el castillo y a la salida del pueblo las dos torres gemelas de la iglesia dedicada a las Santas Justa y Rufina. Maluenda cuenta también con un convento de monjas carmelitas. En la travesía de Maluenda el viajero se ve con algunos vecinos vestidos de domingo.
En Velilla el viajero saluda con la vista a la esbelta torre de la iglesia. En una baldosa de cerámica, a espaldas de la iglesia, se escribe que en aquel lugar se apareció la Virgen de los Tornos en el año de 1013. Según el ilustrado prior del Santo Sepulcro de Calatayud, Miguel Monterde, de la cantera de Valdecatín se sacaban los mejores sillares para puentes, casas y columnas. Al borde la carretera unas ovejas pastan tranquilamente en un campo con hierba verde y fresca. A un corto trecho de Velilla aparece un desvío que va a dar hasta Morata de Jiloca, que tiene una iglesia fortaleza impresionante, dedicada a San Martín de Tours, una de las más bellas del mundo, según Abbad Ríos.
El río Jiloca, que baja en estos últimos días de invierno muy crecido, se retuerce entre altos chopos aún desnudos. La iglesia de Fuentes de Jiloca destaca en lo más alto del caserío. Por un turruntero un rebaño de ovejas hacía equilibrios mientras chiscaba los brotes más tiernos de las hierbas. El pastor y su perro aguardaban al pie de la carretera, viendo pasar a los viajeros. ¡¡¡Adiós!!! En Fuentes hay canteras de alabastro. Según el prior Monterde, la vega de Villacadima producía unos excelentes cañamones para la siembra. El viajero sabe que en tierras de Calatayud el cultivo del cáñamo fue muy importante en épocas pasadas. Las cuerdas de cáñamo de Calatayud eran muy apreciadas en la Marina, por eso las cuerdas bilbilitanas llegaban hasta El Ferrol. De vuelta, los carreteros cargaban congrio curado, un pescado de gran tradición en la cocina bilbilitana, que sólo se conoce en tierras de Calatayud y de Almazán.
Más adelante el viajero cruzó por delante de las murallas de piedra de Montón, con su portalón abierto bajo una hornacina. Desde Montón se divisa, abajo en la ribera del Jiloca, la torre de la iglesia de Villafeliche, famosa por su cerámica y por sus molinos de pólvora, que fue utilizada en los Sitios de Zaragoza.
En las cunetas de la carretera florecen varios melocotoneros silvestres y algunos ciruelos con unas flores diminutas y blancas como la nieve. Desde Villafeliche la carretera abandona las riberas del Jiloca y en el paisaje aparecen los pinos, los barbechos, los sembrados ya verdecidos y algunas parcelas de viñas labradas, podadas y bien cuidadas. Pasado el puerto de Villafeliche, a más de ochocientos metros de altitud, el paisaje se ensancha con sembrados y pinos. El campo de Daroca se adivina ya tras los últimos montes de pinos y carrascas.
El viajero desemboca en la vieja carretera que, desde Zaragoza, cruza por Cariñena, Paniza, Mainar y Retascón, antes de hacerlo por Daroca, la ciudad de los siete sietes, pues tenía siete iglesias, siete ermitas, siete conventos, siete puertas, siete plazas, siete fuentes y siete molinos. Con la puesta en marcha de la autovía, esta carretera, en otros tiempos muy transitada, está vacía. Ningún coche la cruza. Más adelante una rotonda facilita la incorporación a la autovía, dirección a Nombrevilla. Pero el viajero quiere llegar hasta Daroca y pasar las penúltimas horas del invierno en sus calles y en sus plazas. El polígono industrial de Daroca apenas crece con nuevas empresas. En él dispone de una nave muy moderna el pastelero Manuel Segura. Con la nueva autovía y el desvío del tráfico, los restaurantes que se sucedían a la entrada de Daroca han perdido su principal negocio. El viajero toma la calle que le conduce hasta la Puerta Alta de la ciudad. Aparca el coche antes del portal, coge su cuaderno de notas y sale decidido a conquistar una vez más la historia de Daroca, a perderse por sus calles y plazas, a pasar lo mejor del día en buena compañía. El viajero no quiere cruzar por ahora la Puerta Alta, que luce el escudo de la ciudad entre dos ventanales cerrados, y esta vez prefiere coger la calle de las Murallas. Los coches que entran por la Puerta Alta de la ciudad producen un ruido molesto al circular sobre el adoquinado. Un ruido que impresiona y sobresalta. A estas horas de la soleada mañana de domingo, los pájaros cantan contentos y confiados como un muchacho sin escuela. El viajero levanta la mirada hacia la Torre de los Huevos y recorre la calle solitaria hasta toparse con la Torre de la Sisa, antiguo Hospitalillo y hoy casa de Juventud, que da a la plaza del Barrio Nuevo, alrededor de la cual se disponía la antigua judería. El viajero quiere seguir la ruta del castillo y de las murallas, que allí mismo se anuncia. Desde esta plaza del Barrio Nuevo parte la calle de Pablo Bruna, el famoso organista ciego de Daroca, que se cruza con la de otro ilustre darocense, Pedro Ciruelo, que sube hacia el castillo. Daroca es ciudad en la calle Mayor, pero una vez que se adentra en sus calles estrechas, costeras y sinuosas, el viajero se encuentra con el pueblo medieval, con sus casas sencillas, corrales, pajares y huertos con tapias de barro rojo. Sin embargo todas las calles están enlosadas y bien cuidadas. El viajero debe dejar la calle somera, que va bordeando las faldas del castillo, para tomar una costanilla de tierra muy pendiente. En un balconcillo natural, el viajero se detiene a descansar y contempla entusiasmado la panorámica. Ante sus ojos aparece toda la ciudad rodeada de murallas con torreones. El viajero distingue en un primer plano la colegiata, un poco más allá la torre de Santo Domingo y sobre ella la iglesia de San Juan. Un cortado de tierra rojiza, sobre la que se asienta el castillo mayor, le impide ver la iglesia de San Miguel. Tras el descanso, el viajero retoma la subida hasta alcanzar la plaza de armas del castillo, donde sopla un aire bienhechor, que alivia el sofoco de la subida. Los restos del castillo mayor se encuentran en un pequeño altozano, que el viajero está dispuesto a subir sin más tardanza. Desde aquella altura el viajero divisa toda la ciudad a sus pies, dispuesta a lo largo y ancho de la calle Mayor. Localiza la plaza de toros, a las afueras de la ciudad, al lado de la vieja carretera de Zaragoza a Teruel, las iglesias con sus respectivas torres, los tejados nuevos de los barrios nuevos y los tejados viejos de los barrios más viejos, las sierras azuladas que al fondo destacan y los torreones que se alzan a lo largo de la muralla del cerro de San Jorge, llamados de la Espuela, en recuerdo de Lope de Luna, y de las Cinco Esquinas, y los torreones del monte de San Cristóbal, custodiados por verdes pinos, sobre un precipicio de tierra rojiza, muy agrietada por la acción del tiempo y del agua.
El viajero contempla en silencio las ruinas del castillo mayor, la torre del homenaje, la gruta de la morica encantada y el aljibe que se adivina a su espalda. A la sombra de un pino el viajero lee la triste leyenda de Melihah. También el aire se sabe de memoria las leyendas de Daroca. Cuentan que Aben Gama, el último rey musulmán de Daroca, mandó construir un fuerte castillo donde vivir feliz con la bella Melihah. Pero aquellos eran tiempos de guerras y de conquistas, y las tropas cristianas del rey Alfonso el Batallador ya estaban a las puertas de Daroca. En una de aquellas refriegas es hecho prisionero el caballero cristiano Jaime Díez de Aux, que va a dar con sus huesos a una de las mazmorras del castillo. Mientras tanto las tropas de Alfonso I el Batallador ponen cerco al castillo. Esa misma noche Melihah libera al prisionero cristiano, quien jura por su amor que ha de volver a rescatarla. Las tropas cristianas no tardan en tomar el castillo de Daroca y Jaime Díez de Aux corre a cumplir su promesa. Pero llega tarde, pues Aben Gama ha matado a la bella Melihah, que yace muerta en el pozo del castillo. La leyenda asegura que por las noches la bella Melihah sale del pozo y recorre el castillo de Daroca en busca de su amado. Corría el año de 1122. El Batallador concedió un primer Fuero en 1129, hoy desconocido, aunque Ramón Berenguer IV concederá otro Fuero a la ciudad en 1142.
El viajero toma buena nota de esta triste leyenda y sale del castillo mayor en dirección a las murallas del cerro de San Cristóbal, donde el geógrafo portugués Labaña tomó sus notas, con el encargo de levantar el mapa de Aragón. Allí comienza una ruta, a la sombra de las murallas, que recorre todo el cerro hasta dar con la puerta del Arrabal, al otro lado de la ciudad. Del maltrecho lienzo de las murallas sobresalen varios torreones, que de derecha a izquierda se nombran como: la torre del Jaque o del Cuervo, la torre de San Cristóbal, la torre del Águila y la torre cilíndrica de San Valero o de los Tres Guitarros, pues sus vanos se parecen a un guitarro. Junto a la torre de San Valero aún pueden verse restos de los muros y del suelo de la vieja iglesia del mismo nombre, ya desaparecida. Cerca de la torre del Jaque aún se conserva una nevera subterránea. Se dice que la torre de San Cristóbal se construyó sobre la torre de una antigua mezquita, mandada edificar por el gobernador musulmán Zoma, que se convirtió al cristianismo para casarse con una bella cristiana. La torre del Águila Blanca lleva el nombre del caballero que la defendió durante su asedio en la Guerra de los Pedros. Al no poder tomar Daroca, en aquella ocasión, las tropas castellanas de Pedro I el Cruel se dirigieron hacia el castillo de Báguena, donde los sitiados aguantaron las embestidas. Como el entonces alcaide Miguel de Bernabé no rindió el castillo, Pedro el Cruel mandó prenderle fuego, muriendo todos sus ocupantes. Miguel de Bernabé era el caballero del Águila Blanca, que con tanto valor había defendido el castillo de Báguena y las murallas de Daroca. En su recuerdo, el escudo de esta familia representa un brazo que sobresale por la tronera de un castillo, que porta un puñal y unas llaves.
Por unas escaleras el viajero baja en dirección a la ermita de Nazaret, que está tallada en la misma roca. Se cuenta que los discípulos del bilbilitano san Torcuato, uno de los primeros que convirtió el apóstol Santiago, levantaron esta ermita dedicada a la Virgen de Nazaret. Un viejo almendro está en flor. Una madre joven y una niña pequeña, con un libro en las manos, están sentadas en un escalón, delante de la ermita de Nazaret, que da nombre a un parque muy limpio y cuidado. Por esta parte, debajo del castillo mayor, se asentó la primitiva ciudad de Daroca. El viajero va bajando hasta las primeras casas de la ciudad, dejando a su espalda la ermita de Nazaret y a su izquierda, encaramado en su solitaria altura, el legendario castillo de Daroca. A la sombra de un árbol paraíso, el viajero encuentra una fuente de forja. Tras unas pocas escaleras el viajero da con la calle Grajera, que termina aquí en una plazoleta en forma de media luna, en la que se dispone una fuente en el centro y a cada lado un banco de obra. El viajero toma la calle Grajera y unos pasos más abajo se topa, en una solitaria replaceta, con el pozo de San Vicente, adornado con flores de plástico. La tradición asegura que allí descansaron cargados de cadenas san Valero y san Vicente, de camino a Valencia, siendo conducidos por soldados romanos. Ante la negativa de los soldados en darles de beber, san Vicente tocó con el báculo de san Valero la tierra de Daroca por tres veces y al punto brotó un chorro de agua cristalina. Este fue el milagroso origen del pozo de San Vicente, al que nunca le ha faltado el agua.
Bajando por la calle Grajera el viajero reconoce la casa del Diablo Royo, que luce una airosa ventana gótica y una reja de forja trabajada a martillazos en el yunque. La casa está muy deteriorada. Tras la Desamortización de Mendizábal, esta casa de los canónigos de la colegial de Daroca pasó a manos de un carnicero de Barbastro, apodado el Diablo Royo, debido a su pelo color de zanahoria y a su anticlericalismo. En la calle de Hiladores Bajos, que hace esquina con la antigua casa del Diablo Royo, a espaldas de la colegial, el viajero distingue un viejo arco y al punto recuerda la vieja leyenda que vino a suceder en esta misma calle, llamada de la traición, que ha leído en el libro Historia de Daroca, debido al padre escolapio José Beltrán. En este libro, que recoge todas las leyendas de Daroca, que fueron premiadas en los Juegos Florales de Soria, se cuenta que el arrogante Julián de la Cueva pretendía a la hija de don Francisco de Orera. Pero Florencio de Latorre, canónigo sacristán del Cabildo y amigo de don Francisco, le informó de la mala vida del joven, que buscaba un matrimonio de interés. Don Francisco de Orera se armó de valor y un día le dijo al caballero que no aprobaba sus fines y que no volviera más por su casa. Julián de la Cueva creyó que había sido mal informado por el canónigo, por lo que exigió una explicación por estas acusaciones. Don Francisco se enfadó y le dio una bofetada. Julián de la Cueva se lanzó encolerizado contra su contrincante, lo derribó y cuando estaba a punto de atravesarlo con la espada, se presentó su hija con los criados armados. Julián debe huir pero piensa vengarse. Para ello paga a un sicario. El domingo de carnaval de 1662, víspera de san Pedro Arbués, se celebra con una encamisada. Se levantan arcos y enramadas. Se preparan carros triunfales, jaeces para los caballos, luminarias, antorchas y en las plazas de la ciudad fuentes de vino. Tras la encamisada, ya de noche, don Francisco y su amigo el canónigo suben por calle Grajera. Al pasar a la altura del callejón del arco, son abordados por el sicario, que allí mismo les da muerte. La venganza y traición de Julián de la Cueva da nombre a esta calle.
A la altura de la Plaza de los Corporales, que adorna una fuente, el viajero toma la calle de los Tuyibíes, que asciende hasta la iglesia de San Juan. En una casa contigua a esta vieja parroquia, el viajero pudo ver algunas viejas colmenas hechas con cañizos y troncos de árboles. Varios haces de mimbres aún verdes descansaban, en un cubo con agua, en la pared de la sombra de esta casa.
Los muros de la iglesia de San Juan comenzaron a levantarse con piedras sillares, aunque años más tarde se continuaron de ladrillo, respetando el estilo románico. Mientras el viajero contemplaba los recios muros de piedra y ladrillo de la iglesia de San Juan, la campana de la colegiata dio la media hora con un golpe solemne y grave. Un perro comenzó a ladrar en la lejanía, con un aullido lastimero y triste. Le respondió un gallo de corral, mientras los gorriones chillaban de alegría, sintiendo la libertad de los cielos y el sol casi ya de primavera.
Desde la plazoleta de San Juan puede verse la vecina y esbelta torre de Santo Domingo. El viajero cree oír pasar a las últimas grullas que cruzan por el cielo de Daroca, hacia la vecina laguna de Gallocanta, aunque no las consigue ver.
El viajero cruza por calles en costera, baja unas pendientes escalerillas y toma otra calle que sube retorcida hasta la plaza de San Miguel. En un portal de la calle de Abderramán el Tuyibí el viajero se topó con un pequeño montón de leña de cerezo, preparada para combatir el frío de las últimas noches del invierno darocense. A un lado de la puerta la dueña había abandonado un cepillo y una alfombra. De una ventana colgaba del tendedor un mono y unos vaqueros recién lavados. Los tendidos, en verdad, nos dicen mucho de los vecinos de la casa. Las piedras de la plaza y de la iglesia de San Miguel parecen más blancas al sol del mediodía. La iglesia románica de San Miguel tenía una torre mudéjar de ladrillo que se derribó en 1919. El viajero conoce las pinturas que cubren las paredes de esta iglesia y los sonidos que en este lugar producen las violas de gamba, los violines y los oboes barrocos, las flautas traveseras o las vihuelas. Cada verano las calles, plazas e iglesias de Daroca son tomadas por las músicas antiguas que promueve el Festival Internacional, que fuera impulsado por el musicólogo Pedro Calahorra y por el organista José-Luis González Uriol. Las palomas toman el sol en lo alto del ábside de la iglesia de San Miguel, pasean por el alero, se hacen arrumacos y carantoñas, se pavonean y vuelan un poco, para posarse de nuevo un poco más allá. Las palomas gustan de las piedras antiguas de las iglesias de Daroca. Schubert también tenía una canción dedicada a una paloma mensajera y a una trucha. Una señora pasea por la plaza a su perrita sujeta a una correa. Parece una perrita de ciudad, una perrita que va cada mes al veterinario y hace sus necesidades en arena absorbente.
Por la calle que baja a la iglesia de Santo Domingo, una señora sube un tanto sofocada tirando de un carrito de compra. Un niño juega solo con un balón. Lo lanza con todas sus fuerzas calle arriba, hasta que pierde la inercia y el balón vuelve a rodar calle abajo. El niño parece que está esperando a otro amigo para jugar al balón. El viajero tiene delante de sí la bella torre mudéjar de Santo Domingo, que da sombra a una plazoleta alargada. Esta plaza lleva el nombre de Ildefonso-Manuel Gil, el poeta que, aunque nacido en Paniza, en Daroca aprendió a andar, a hablar y a jugar, según confesaba en sus memorias. En una esquina de esta plazoleta dedicada al poeta quedan escritos en cerámica unos emocionantes versos de Ildefonso-Manuel Gil en letras de color cielo, que dicen:
Torre en penumbra de melancolías
Me das en esta hora
El gusto añejo de mis tiernos años
Y tu solemne sombra
Y silencio acuñado por los siglos
Dulcemente se posan
Sobre mi corazón que te contempla
Muro de San Cristóbal
Torreón de mis sueños
Cristobalón de las murallas de Daroca.
A la altura de la iglesia de Santo Domingo se abría el hospital del mismo nombre, que actualmente alberga el Museo Comarcal, cerrado aún a estas alturas del año. En la delantera de la iglesia de Santo Domingo da sombra un pino y a un extremo de la escueta plazoleta de la iglesia, se alinean tres árboles aún sin brotar con un ancla de barco. En el largo tendedor de una casa que da a la plazoleta de Santo Domingo, el viajero cuenta más de una docena de camisetas y de chándal de niños, de colores muy vivos. Por una calle estrecha, por la que apenas se puede ver el azul del cielo, pues los aleros de las casas parecen tocarse, se llega hasta la calle Mayor, la verdadera artería de Daroca. Por las aceras de la calle Mayor de Daroca, por la acera del sol y por la acera de la sombra, pasan los jubilados en busca del sol de las plazas, las mujeres a comprar el pan, los niños de domingo y los forasteros lo hacen con los ojos ocupados, mientras los coches suben y bajan una vez más, provocando un estruendo considerable.
En el tramo final de la calle Mayor el viajero encuentra la casa de los Terrer de Valenzuela, algunos bares, varios comercios, una antigua tienda de coloniales y aceites a nombre de Jesús Sanz, el Ligallo de la redolada del campo de Daroca y una casa principal, vecina a los torreones de la Puerta Baja, donde tiene su domicilio el Centro de Estudios Darocenses. A través de un arco, el viajero abandona la calle Mayor y se pierde en la calle de San Martín de la Parra, que recuerda a una vieja parroquia desaparecida del mismo nombre. Sin demasiado esfuerzo, el viajero puede regresar a la calle Mayor, cruza la Puerta Baja y toma una calle que, en costera, lo conduce hasta la Puerta del Arrabal, una de las puertas de la vieja muralla de la ciudad, donde acaba la ruta de las murallas, que viene por el cerro de San Cristóbal desde el castillo mayor. Desde su balconcillo, el viajero tiene una completa panorámica de la ciudad, cerrada al este por el castillo mayor y al norte por el cerro de San Cristóbal, plantado de pinos, que recorre la vieja muralla de la ciudad con sus torreones. El pinar de Daroca se inauguró en 1909. Los padres escolapios organizaron entonces una Fiesta del Árbol, presidida por el Gobernador civil, el diputado Federico Muntadas y otras personalidades. En aquella ocasión se estrenó el Himno de Daroca, con letra del padre José Beltrán y música del maestro Marquina.
El viajero regresa a la Puerta Baja o Fondonera, que luce hoy unos banderines de diferentes colores. Sobre el arco de la Puerta Baja, símbolo de la ciudad, campea el escudo de Carlos I. La antigua puerta estaba defendida por una sola torre, pero en el siglo XV se levantó de nueva planta la torre de la izquierda, mientras que la de la derecha se hizo conservando parte de la vieja torre.
Delante de la fuente de los veinte caños, unos moteros esperaban el momento de partir con las motos en marcha. En un principio la fuente se ubicó enfrente de la Puerta Baja. En su frontón luce el escudo de Daroca, con los Corporales en su relicario, las seis ocas, las dos puertas con la muralla y sobre los torreones de la Puerta Baja las banderas de Jaime I. Se cuenta que tras la reconquista de la ciudad por el Batallador, se nombró capitán de la ciudad y alcalde del castillo a Sancho Enecón. El rey musulmán de Cuenca intentó tomar Daroca, introduciendo en la ciudad a un alfaquí disfrazado, para levantar en armas a la población musulmana, que aún permanecía en ella. Las tropas musulmanas quisieron asaltar la ciudad una noche oscura, aprovechando el sueño o el cansancio de los centinelas. Pero entonces unas ocas, asustadas por el ruido, volaron sobre la muralla, alertando a los centinelas, que dieron la voz de alarma. Con ello el asalto quedó abortado. Por esa razón las ocas forman parte del escudo de la ciudad.
En el parque y en el paseador del llamado Paseo de la Constitución, los niños se entretienen en los columpios, mientras los viejos conversan, sentados en unos bancos, entre sol y sombra. El viajero encuentra allí mismo un monumento singular dedicado a una piedra de ruejo. El viajero había visto monumentos dedicados al tambor, al viento, al demonio, a héroes y a guerrilleros, pero nunca había visto un monumento dedicado a una piedra de ruejo, o sea, a una piedra de moler olivas. Pero la historia de esta piedra está escrita y bien escrita. Se dice que las puertas de la ciudad permanecían cerradas debido a una epidemia de peste. El día 14 de julio de 1575, festividad de san Buenaventura, se desató una gran tormenta. Desde Retascón y Nombrevilla llegaban los barrancos llenos de agua. La leña de los alfareros que trabajaban en el cerro de San Jorge cegó la entrada de la Mina y el agua penetró por la Puerta Alta de Daroca. Como la Puerta Baja permanecía cerrada, el agua comenzó a subir de nivel y fue inundando las primeras casas cercanas a la Puerta Baja. Por fortuna una piedra de ruejo que estaba apoyada en la acera de la calle Mayor, donde hoy luce una bella cerámica dedicada al santo de aquel día y donde también abre sus puertas el restaurante El Ruejo, comenzó a rodar llevada por la corriente calle abajo, golpeando contra las hojas de la puerta que consiguió romper. De esta manera el agua pudo desaguar hacia el río Jiloca. Aun hoy en día se puede ver algún portalón de las viejas casas de la calle Mayor de Daroca, que se abre hacia fuera, contraviniendo la costumbre, pues todas las precauciones eran pocas para evitar las inundaciones provocadas por las tormentas de verano. Antiguamente la calle Mayor de Daroca tenía dos cunetas, una a cada lado, para facilitar el desagüe. Para acceder a las tiendas, los comerciantes colocaban unos tableros que hacían de puente.
En la Puerta Baja nacen dos carreteras, la de la derecha, que corre paralela al Paseo de la Constitución, lleva hasta las riberas del Jiloca, donde en tiempos se criaban buenas peras y manzanas, en dirección a Manchones y Murero. La otra carretera es la vieja vía que, por Molina de Aragón, llegaba hasta la capital del reino. En 1826 se cambió el trazado de la nueva carretera entre Madrid y Zaragoza por Calatayud, lo que marginó a Daroca. Con la inauguración en 1901 del ferrocarril Teruel-Calatayud, el comercio darocense recibió un fuerte impulso, aunque esta vía se cerró en los años ochenta del pasado siglo XX. La vía del ferrocarril entre Zaragoza y Teruel, inaugurada en 1932, también marginó a Daroca, por eso hace unos años todas las ventanas y balcones de la ciudad mostraban un paño blanco con una leyenda reivindicativa: Autovía por Daroca.
Por Daroca han pasado todos los reyes y caudillos de España, habidos y por haber, hasta Franco. Por este viejo camino de Madrid llegó Felipe II en 1585, Carlos II en 1677, en 1701 lo hizo el que luego sería Felipe V y en 1706 su contrario en la Guerra de Sucesión, al archiduque Carlos de Austria.
Carlos II con su nutrida comitiva salió de Madrid el 21 de abril de 1677 rumbo a Zaragoza, donde efectuaría la tradicional jura de los Fueros aragoneses. La comitiva real llegó a la raya de Castilla y Aragón el 26 de abril, siguiendo la ruta de Used, Daroca, Mainar, Cariñena y Muel, entrando el día 1 de mayo en Zaragoza. La comitiva salió de Used a las dos de la tarde de aquel 26 de abril, llegando a Daroca sin novedad. En la Puerta Baja lo esperaba el justicia Jerónimo Marco, con el Consejo, con mazas y ministros. En Daroca el rey se alojó en las casas de Benito Villanueva, primogénito de Jerónimo Villanueva, marqués de Villalba y protonotario de Aragón. La tarde de la llegada real se corrieron dos toros encohetados, quemándose fuegos de artificio. Al día siguiente el rey fue a adorar los Corporales, haciendo una copiosa limosna. Por la tarde y antes del anochecer, se corrieron cuatro toros de ronda. Al día siguiente, muy de mañana, el rey partió hacia Zaragoza. Este viaje tuvo un cronista de excepción, Francisco Fabro Bremundans, quien publicó las crónicas de este viaje en Madrid y en 1680. El viajero conoce este libro por la edición de 1985, a cargo de la Tertulia Latassa del Ateneo de Zaragoza.
A la altura del monumento al ruejo, el viajero da con el antiguo hospital de San Marcos donde, según la tradición, cayó muerta la burra que portaba los Corporales desde tierras valencianas. Aquella fue la primera procesión del Corpus de la historia. En el tímpano de la puerta se representa esta escena. En el pequeño atrio hay dos placas, una a cada lado. La de la derecha de mármol explica: "En este lugar encontró Daroca el tesoro inestimable de sus Sagrados Corporales el día 7 de marzo de 1239. La Junta del VII Centenario de aquel prodigio lo recuerda con veneración. El día 7 de marzo de 1939". Este VII Centenario duró cien días, hasta la octava del Corpus. En abril se inauguró el Museo de la Colegiata, a cargo de los hermanos Albareda, y se celebraron en el teatro Cervantes unos Juegos Florales. En la clausura se representó el auto sacramental "Bodas eternas", original del padre Beltrán, que fue representado por la Agrupación Pemanista de Zaragoza. En aquella ocasión el Ayuntamiento nombró hijos adoptivos a Aurelio Sanmartín y al padre José Beltrán.
El viajero leyó en voz baja el texto de la otra placa. " El 24 de febrero de 2008 partió desde la Basílica del Corpus Christi en el Monte Sacro de Llutxent (Valencia) Javier Prats, peregrino, que a lomos de cabalgadura siguió el camino que 769 años antes hicieron los Santos Corporales llegando a la ciudad de Daroca, en el Reino de Aragón, el 7 de marzo siguiente, como en aquella remota fecha lo hizo el Santísimo Misterio. ¡¡¡Alabado sea el Santísimo Sacramento!!! Ayuntamiento y pueblo de Llutxent, parroquia de la Asunción de Nuestra Señora, Hermandad de los Santos Corporales".
Debajo de esta placa el viajero encontró una corona de laurel, ya marchito, con una banda de color blanco que declara a su benefactor, el Ayuntamiento de Llunxent.
En el Diccionario de Madoz se cuenta que una vez terminada la conquista de Valencia por Jaime I en 1238, el rey marchó a Montpelier, dejando al frente de su ejército a su tío Berenguer de Entenza. Con él se dirigió hacia Albaida, convencido de conquistar el castillo de Chío, a tres leguas de Játiva. Pero acosada por los musulmanes, la tropa cristiana, compuesta por tercios de las comunidades de Calatayud, Teruel y Daroca, se fortificó en un cerro llamado Puig del Codol. Antes de entrar en acción, Berenguer de Entenza quiso oír misa y comulgar con los otros cinco capitanes. Ofició aquel día el capellán mosén Mateo Martínez, oriundo de Daroca y rector de la parroquia de San Cristóbal. Una vez terminada la consagración, los musulmanes atacaron el cerro. Los capitanes ocuparon sus puestos y el capellán envolvió las seis formas en los corporales, escondiéndolos entre unas piedras. Una vez que fue rechazada la ofensiva, el capellán recuperó los corporales y al desplegarlos comprobó que las seis formas estaban bañadas en sangre y pegadas a los corporales. Donde se obró este milagro, se fundó una iglesia y el convento de los dominicos llamado del Corpus Christi, donde recibió sepultura Berenguer de Entenza.
Al punto surgieron las disputas sobre aquellos Corporales. Se echaron en suerte y por tres veces seguidas tocaron a los soldados de Daroca. No conformes con ello, se eligió a una mula que nunca había estado antes en tierras de cristianos, se cargaron en ella los Corporales y se la dejó marchar. Se convino que allí donde se detuviera la mula, allí permanecerían los Corporales. La mula penetró en tierra de cristianos y fue a caer muerta frente al hospital de San Marcos de Daroca. En su Diccionario, Madoz escribía que en el pórtico de esta iglesia se conservaba una mulilla de mármol, toscamente labrada. A continuación del antiguo hospital de San Marcos se levanta el convento de las monjas dominicas, que antes ocuparon los religiosos del convento de Nuestra Señora de la Merced.
Por los veinte caños de la fuente de los veinte caños cae el agua fresca y cantarina. A su espalda, la fuente de los veinte caños tiene un caño más, que da a una pequeña pileta, que al viajero le da por pensar que estuviera reservado al verdugo de la ciudad, pero que hoy anuncia a los sedientos viajeros que su agua está conectada a la red de abastecimiento. El viajero da la espalda a la fuente de los veinte caños y por la calle del Carmen y en costera encuentra el pequeño arco llamado de Valencia, un arco más de la vieja muralla de Daroca. De este portal nacen unas estrechas callejuelas. Justo al mediodía, las campanas de la colegial bandean avisando a los fieles. En una ventana de una casa cercana al portal de Valencia, el viajero pudo ver un ramito de olivo ya marchito. Los ramos del Domingo de Ramos se siguen colocando en balcones y ventanas como signo de protección.
Siguiendo estas callejuelas arriba y abajo, el viajero dio con la Plaza del Rey, donde se localizaba la antigua mezquita árabe. En la Plaza del Rey hay macetas y el viajero piensa con algo de razón, que los vecinos saldrán a su hora a tomar la fresca las tardes y las noches de verano. Por un típico y oscuro callejón, llamado de los mudéjares, el viajero dio de nuevo con la calle Mayor de Daroca. El viajero piensa que las calles de Daroca guardan un cierto misterio, con pasadizos, arcos, vueltas y más revueltas. En una puerta, pintada de un azul ya muy rendido, el viajero encontró un pequeño picaporte y un rótulo escrito a mano que decía: Julio Alda, óptico-relojero.
El viajero comenzó a subir la calle Mayor por la acera del sol, hasta que dio con la plaza de la Comunidad de Daroca, que la cierra al fondo un gran caserón, que perteneció a la familia de los Amor-Cruz. La parte baja de la casa es de sillares. Las dos puertas de entrada más grandes están flanqueadas por pilastras. El primer piso lo recorre de parte a parte un largo balcón de forja, que son cinco más pequeños en el segundo piso. La casa del siglo XIX tenía delante de ella un jardín, terreno que hoy ocupa la plaza. Un trecho más arriba de la calle Mayor el viajero dio con la gran plaza de Santiago, con árboles y una fuente con estanques, con la estatua del que fuera ministro de Hacienda Mariano Navarro Rubio. En una de las esquinas de la plaza una casa remozada anuncia antigüedades. El bar Daroca tiene un cartelón en la puerta que reza: "Pasa sin miedo, aquí no hay crisis". El palacio de los Gil de Bernabé se convirtió en casino, pero parece que sus puertas están cerradas. En esta plaza, donde se situaba la iglesia de Santiago y ahora toman el sol unos jóvenes magrebíes, comienza o acaba, según se mire la calle Grajera.
El viajero recorre la calle Mayor de Daroca sin prisa. En ella se va encontrando tiendas de modas, salones de belleza, una clínica dental, una imprenta, un locutorio, algunos bazares, la oficina de Correos, una ferretería, algunos bares, la sedería Lázaro, un autoservicio, varias cajas de ahorros, una farmacia, la sede comarcal del Campo de Daroca, unos carteles que anuncian varias películas de cine y otros avisos de la actuación del Orfeón del Jiloca y de la coral Ángel Mingote. En el cine municipal de Daroca hay programadas varias películas para todo el mes de marzo. El viajero destaca títulos como: Bienvenidos al norte, Valkiria, Dieta mediterránea y Revolutionary road. En la casa de muebles de José Valero, en cuya fachada el viajero encontró una bella cerámica dedicada a san Buenaventura, se ofrecían platos de cerámica con varias vistas de Daroca por ocho euros y dedales de recuerdo. Desde la calle Mayor, el viajero cogió la calle del escultor Juan de la Huerta, que bien pudo trabajar en el retablo de los Corporales, que le condujo hasta la plaza de España, donde se levanta la colegiata, el antiguo almudí, en cuyos bajos abre la oficina de turismo, el Ayuntamiento y el colegio que lleva el nombre del sabio darocense Pedro Sánchez Ciruelo.
Pedro Sánchez Ciruelo descendía de una familia ilustre de Molina de Aragón, que pasó a residir a Daroca, donde nació entre 1460 y 1470. En la Universidad de Salamanca obtuvo el grado de Licenciado. Entre 1492 y 1502 vivió en París, doctorándose en la Sorbona, donde también explicó Matemáticas. En la catedral de Sigüenza desempeñó una canonjía desde 1502 a 1505. El cardenal Cisneros concedió a Ciruelo una beca en el Colegio Mayor de San Ildefonso para explicar Teología. En 1538 pasó a la Universidad de Salamanca, para desempeñar la cátedra de Prima de Santo Tomás. Por su buen hacer le otorgaron las dignidades de canónigo de San Justo, magistral de Segovia y finalmente de Salamanca, donde murió. En 1535 Carlos I buscaba un preceptor para su hijo Felipe. A propuesta del duque de Alba, del cardenal Tavera, del obispo de Badajoz y del secretario Cobos, se seleccionaron quince candidatos. Ciruelo pasó a formar parte de una terna, con los doctores Carrasco y Silíceo. Y aunque el darocense figuraba en primer lugar, los cortesanos no encontraron eufónico su apellido y su figura, corta y achaparrada, no la consideraron muy adecuada para los salones palaciegos. El maestro Ciruelo publicó en Salamanca y en 1539 su libro Reprobación de las supersticiones y hechicerías, del que el Ateneo de Zaragoza publicó en 1989 un facsímil de la edición de Alcalá de 1541.
Con el debido respeto, el viajero entró en la colegiata que estaba en penumbra. Fue antes iglesia mayor y desde 1377 colegiata. Jaime I la mandó reedificar, tras la llegada de los Corporales. El viajero recorrió todas sus capillas, se detuvo más tiempo en la de los Corporales, que antaño fue la capilla mayor, acabada en tiempos de Fernando El Católico, donde delante de su reja una señora rezaba alguna letanía interminable. El viajero reconoció el relicario debido a Pedro de Morages, acabado en 1385, se interesó por el museo colegial, donde se guarda, entre otras muchas obras de arte, la imagen de la Virgen Goda y el primer cofre que guardó los Corporales, contempló el órgano en el que trabajó Gillaume de Lupe, restaurado en 2006, que tañera el ciego Pablo Bruna y el maestro Mingote, y el baldaquino, con la imagen de la Asunción, debida a los hermanos Franco. En 1586, el maestro de obras Juan Marrón prolongó a lo ancho la vieja fábrica románica, derribando el claustro. El viajero sale de la colegiata a la misma hora que los parroquianos, niños y mayores, comienzan a llegar para la misa mayor de las doce y media.
El viajero contempla la hermosa Puerta del Perdón, antigua puerta de entrada a la colegiata, y se encamina de nuevo hacia la calle Grajera, con la intención de tomar un vino en la posada del Almudí. Allí copia una nueva historia. La ciudad de Daroca había defendido la causa del archiduque Carlos en la Guerra de Sucesión. A la entrada de las tropas de Felipe V, se sucedieron muchos atropellos y detenciones. Felipe V estuvo en la ciudad en 1701. En aquella visita, María Vázquez consiguió del futuro rey que todos los que cupiesen en su casa, situada frente a la Puerta del Perdón, quedaran libres de castigo. Como aquella casa era tan espaciosa, casi todos los detenidos se refugiaron en ella, quedando libres del castigo. Esta fue la verdadera puerta del perdón, cuyo nombre se aplicó a la vecina de la colegiata.
En la puerta del bar de la posada del almudí, una mañana festiva de agosto de hace ya casi ocho años, el viajero se topó con don Ildefonso-Manuel Gil. El viajero venía de la oficina de turismo donde había comprado un libro de don Ildefonso, titulado Un caballito de cartón, libro que recogía las vivencias del poeta de Paniza de 1915 a 1925. Y en la misma puerta le pidió amablemente que se lo dedicara. Mientras don Ildefonso dedicaba su libro al viajero, le aclaró una cita que recogía Camilo José Cela en su excelente libro titulado Memorias, entendimientos y voluntades. Cela cuenta que una vez que estuvo en Daroca, preguntó por su amigo el poeta Ildefonso-Manuel Gil, pero el interrogado le recriminó por sus amistades, pues don Ildefonso era "el embajador de Moscú en Daroca". Don Ildefonso aclaró al viajero que Cela, que pertenecía entonces a la legión, estuvo en Daroca a comprar pan y al preguntar a la panadera por su amigo, ésta le contestó que cualquier noche lo llevarían por ahí, o sea, que lo sacarían de la cárcel de Teruel, donde estaba preso, para fusilarlo. Don Ildefonso le contaba al viajero este triste episodio de la guerra civil sin pizca de rencor. "Había gente para todo", sentenció don Ildefonso en aquella ocasión. Y aún le habló de Paniza, donde había ido hacía poco a comer a un nuevo restaurante.
Antes de la guerra civil don Ildefonso vivía en Teruel. El Frente Popular lo propuso al Gobierno de Madrid para ponerse al frente de la reforma agraria en aquella provincia. Entonces era funcionario técnico de Educación Nacional y secretario de la Junta Provincial de Reforma Agraria. Y aunque no pertenecía a ningún partido político, fue detenido por sus relaciones con los políticos republicanos de Teruel y encarcelado. Don Ildefonso esperaba la noche con mucha angustia, pues temía ser llevado al paredón. Esta pesadilla se fue repitiendo casi todas las noches durante veinticuatro años, hasta su marcha a Estados Unidos en 1962. Al salir de la cárcel fue llamado a filas, aunque prestó este servicio sin armas, cosa que halagaba el poeta, pues según confesaba, condenaba toda clase de violencia.
La posguerra fue muy dura para todos. Don Ildefonso pudo sobrevivir con ayudas de sus hermanos y amigos, aunque confesaba que había pasado hambre. Con un amigo abrió en la calle Mayor de Zaragoza la academia Baltasar Gracián, donde enseñaba entre otras cosas ortografía. Allí dormía en un camastro. Al cerrar la academia, don Ildefonso comenzó a enseñar Filosofía e Historia en el colegio de Santo Tomás de Aquino, de la familia Labordeta. En 1962 Francisco Ayala le consiguió un puesto en una universidad americana y marchó a Estados Unidos, porque "Ya no podía ni respirar de tanto asco y tantas frustraciones". Entonces era profesor auxiliar en la Facultad de Filosofía y Letras y jefe de sección de Literatura de la Institución Fernando el Católico, que le pagaba doscientas cincuenta pesetas al mes.
El viajero recuerda a don Ildefonso en la barra del bar de la Posada del Almudí, mientras se toma tranquilamente su copa de vino tinto, con unos boquerones con aceitunas. En el mostrador hay varios folletos. Se trata de una agenda cultural de la Diputación de Zaragoza para el mes de marzo de este 2009, en la que no faltan las exposiciones en Fuendetodos y en conmemoración de los Sitios de Zaragoza, los homenajes a Domingo Induráin y las últimas publicaciones de esta casa referidas a premios literarios de viajes, narrativa, poesía y ensayo. Don Ildefonso murió en abril de 2003 y por entonces la Diputación de Zaragoza tuvo el acierto de bautizar a su nueva biblioteca con el nombre de este hombre sencillo y sensato.
El viajero sale de nuevo a la calle y toma de nuevo la calle Mayor. Un olor a gambas a la plancha inunda el aire de domingo de Daroca. La moderna cafetería de Melihah está muy concurrida por jóvenes. En los bajos de la antigua casa de los Luna abren dos peluquerías. Nuevos negocios llegan a Daroca. Al lado de la pastelería de Manuel Segura se ha abierto un comercio con productos de primera calidad. Aceites, embutidos, vinos, trufas… En la pastelería de Manuel Segura hay varios clientes guardando turno. El viajero echa un vistazo a sus vitrinas llenas de pasteles, mantecados, almojábanas, escaldados, tortas de nueces, tortas huecas y tortas de sardinas, rosquillas, rollos, moscatelicos de Cariñena, trenzas de la mora, virutas de San José, tartas de Melihah… Las dependientas atienden a los clientes con presteza. El viajero querría probar un poco de aquí y otro poco de allá, pero se decide por la trenza de la mora, la tarta de Melihah, las almojábanas, los escaldados y las virutas de San José. Casi nada. En la vecina calle de Santa Lucía, Manuel Segura abrió un Museo dedicado a la pastelería, a la que se han dedicado cinco generaciones desde 1874. En 1998 Manuel Segura Sorribes solicitó un proyecto para su museo al arquitecto Juan Carlos Lorente Castillo, que fue inaugurado el 26 de mayo del año 2000. Allí se exponen todos los enseres utilizados desde 1874. La planta baja está dedicada al chocolate, el primer piso a los caramelos y a los turrones, y la segunda planta a la pastelería y cerería.
El viajero sale de la pastelería con su botín y se dispone a llevarlo a buen recaudo al coche. En la plaza de San Pedro, el antiguo palacio de la Comunidad de Aldeas de Daroca sirve de vivienda. En 1903 se colocó en esta plaza una hornacina dedicada a san Antón, siendo prior Senén Martín. El viajero remonta la última parte de la calle Mayor hasta llegar a la Puerta Alta, donde se levanta el edificio del viejo colegio escolapio. Allí estudió el padre Boggiero y allí lo hizo también don Ildefonso en 1918, donde supo que los verbos no entraban con sangre, sino con moratones, debidos a los correazos, claro. El padre "Botellita", debido a su estatura, hablaba siempre a sus alumnos del infierno, para impresionar. También recordaba don Ildefonso las Misiones de Semana Santa en la iglesia de San Juan, a las que acudían los muchachos al anochecer. Las voces de los misioneros narrando las llamas inextinguibles del infierno, ponían la carne de gallina a cualquiera. Mucho ha cambiado aquella Daroca que conoció de niño don Ildefonso, fascinado con el ir y venir de los carros por la calle Mayor. En su libro de memorias, don Ildefonso recordaba a sus amigos Marcial, Eduardo y Patricio, la carpintería del señor Ignacio, las fraguas de los "Lazaricos", el teatro Cervantes, con sus palcos y el gallinero, la vaquería de su primo Manolo Gil, sus lecturas y la silenciosa blancura de su almohada, sobre la cual cerraba los ojos y comenzaba a soñar. La confitería de Cosculluela, en la plaza de la Merced, donde se encontró con la niña Rubia mordiendo un merengue, su primer amor infantil. La siega, la trilla, la matacía, la pasta de los fardeles y de la longaniza, que tanto le gustaba, el chocolate con bizcochos, las ruinas del castillo, la ermita de Nazaret, el azud del Jiloca, donde casi se ahoga, el desafío de hondas en la Mina y las verbenas de la plaza de Santiago, de la calle Mayor y de la Puerta Baja, para San Roque, donde bailaba con las chicas. En la plaza de Santiago tenían lugar las comedias que anunciaba el señor Mariano, alias "Minico", el aguacil. En la Puerta Baja los esquiladores cortaban el pelo a los burros, mulos y caballos. En las eras de la Puerta Alta tenía lugar el ferial. Los chicos de entonces merendaban cuando llegaba el milano, que era la diligencia que llevaba y traía viajeros desde Daroca a la estación de Cariñena, donde se tomaba el tren para Zaragoza. Entonces se merendaba una minga, que era un panecillo con mucha miga, con una sardina, chorizo, longaniza, lomo de conserva casero o chocolate Hueso. A don Ildefonso le gustaba el sidral de refresco, las tortas escaldadas de la tía Damiana y el mostillo. En el teatro del colegio de los escolapios don Ildefonso hizo de san Tarsicio, el niño mártir. Allí comulgó de marinero en 1921 y allí aprendió chistes verdes y anticlericales. Aquellos muchachos de Daroca jugaban a correcalles, a hacer puntería en las bombillas, al guá, a la montañeta y a la estornija. Don Ildefonso recordaba el gran belén que se hacía en el pozo de la Grajera, las compañías de teatro y de varietés que recalaban en el teatro Cervantes, para las ferias y fiestas, su primer viaje a Paniza, su pueblo, donde su padre había tenido su primera farmacia, con el vuelco de la tartana antes de llegar, su viaje en tren a Murero a coger cerezas, su viaje a Zaragoza, la bicicleta que le regalaron al aprobar el examen de ingreso, el piano de su hermana mayor, las clases del maestro Mingote y la temprana muerte de su hermana mayor Victoria en 1925, que cerraron las puertas de la infancia, "mi paraíso entero y verdadero".
Como la mañana había sido larga y agotadora, el viajero decide comer en la posada del Almudí, que tiene un comedor acristalado y luminoso, y la comida es muy familiar. Después de comer el viajero sube una vez más la calle Mayor y sale de la ciudad por la Puerta Alta. Cruza la carretera de Teruel y llega hasta la Mina, la obra más famosa y útil de la ciudad, en palabras de Mariano Traggia. La obra la dirigió el francés Pierrres Vedel, al que se le debe el acueducto de los Arcos de Teruel. Con esta obra, hecha a pico y pala, se querían desviar las aguas de los barrancos hacia el Jiloca, evitando que entraran por la calle mayor de Daroca. Las obras se iniciaron en 1555 por los dos extremos. En 1560 las dos brigadas, de veinticinco obreros cada una, se encontraron en el centro de la Mina. La Mina mide setecientos cincuenta pasos de longitud, con seis varas de ancha por diez de alta. Costó ocho mil libras jaquesas, nueve sueldos y tres dineros, quedando a su cargo una junta de administración llamada la Junta del Aguaducho. El viajero aún tiene fuerzas y ánimos para visitar el parque de la Torreta, donde llega la procesión del Corpus, y donde en 1414 predicó el mismo día san Vicente Ferrer un sermón de los suyos, logrando la conversión de más de cien judíos.
El viajero deja Daroca cansado pero satisfecho. No sabe si volver sobre sus pasos, o bien tomar la carretera de Gallocanta, para dar la vuelta por el Monasterio de Piedra, o bien seguir la de Manchones y Murero, para salir por a Atea y Acered a Morata de Jiloca. Y en estas estaba cuando las campanas de la catedral dieron la hora, la hora del adiós.
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