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Inicio/ Revista de cultura y opinión/ Número O. Septiembre, 1999

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Rogelio el Fresco

IV

Y así como todo en la vida tiene su día, alegre o triste, o ni lo uno ni lo otro, llegó el día señalado para que todos supieran el verdadero suceso, acaecido en tiempos que el rey rabió, con el salmón de Alagón. Un día antes el alguacil fue pregonando el acontecimiento de esquina en esquina, seguido por una vociferante turba de muchachos, verdaderamente enardecidos. Una semana antes de la víspera, el alcalde había hablado con los maestros de niñas y de niños y entre todos habían discutido la conveniencia o no de que los escolares presenciaran el acto en el que se iba a narrar el episodio del salmón, por si la historia escondía algún pasaje malsano. Pero como ninguno conocía la moralidad de la crónica, el alcalde envió al alguacil a casa del tío Gregorio para preguntarle si la gesta acaecida en Alagón era para todos los públicos o por el contrario guardaba algún pasaje más o menos escabroso, para entonces preservar a la infancia como se merecía. Al rato el alguacil llegó con la lengua fuera y la confirmación.

  -Ha dicho el tío Gregorio que lo puede oír todo el que tenga orejas y oídos y quiera al paso tomar cultura.

En aquella misma reunión, el alcalde y los maestros argumentaron la necesidad de rellenar el acto con alguna página de teatro que representarían los escolares. El maestro leería algún pasaje de la toma del Alcázar de Toledo, la maestra, por su parte, pondría voz y alma a un capítulo de Las memorias de Pepito, de don Ezequiel Solana, un libro que no podía faltar en ninguna escuela cristiana. Las niñas, por su parte, representarían la aparición de la Virgen de Fátima a los pastores y los niños la llegada de Colón a tierras americanas. Además el alcalde quedó en convencer al tío Hilario para que cantara unas coplas en el acto. Y dicho y hecho.

A la caída del sol del día señalado, las campanas comenzaron a repicar como si fuera día de fiesta de guardar y la gente comenzó a llegar con tiempo al salón de cine de la localidad, para coger mejor sitio. Pero el alcalde con las demás autoridades custodiaban el portal del salón, para así evitar las aglomeraciones y el desorden. Primero entraron las mujeres y los niños, y por último los hombres. Los novios se quejaron pues querían presenciar la función juntos, pero no hubo remedio por esta vez. El orden era el orden y no hubo excepciones. Solamente se habían reservado dos filas de butacas, las dos primeras, para la numerosa familia del señor conde y de su santa esposa, a la cual se dedicaba la representación, y para las autoridades del pueblo, tanto eclesiásticas como civiles.

A pesar de la hora, la noche estaba cálida y aun abriendo los tragaluces del techo, el ambiente se caldeó al poco de ocupar el público sus asientos. Las mujeres se golpeaban repetidamente el pecho con los abanicos, dale que te pego. Y sin más tardanza comenzó la función. Primero subió al estrado el señor alcalde que relató lo que todos ya sabían, el comentado antojo de la señora condesa. Con voz altisonante glosó la hidalguía patria y la donosura de la mujer española, palabras que arrancaron los primeros y merecidos aplausos. Luego el señor conde tomó la palabra para elogiar el noble comportamiento del señor alcalde, que había hecho todo lo posible e imposible para remediar en último término el antojo de su santa esposa, organizando un patriótico acto cultural para todos los naturales del pueblo. Por todo ello el señor conde se veía en la obligación de ofrecer unas camisetas y unas botas al equipo de fútbol local, el mejor orador sagrado para el día del Santo Patrón y una fuente para el pueblo. A aquellas palabras siguieron gritos, vítores, vivas y una interminable salva de aplausos. A continuación la maestra de niñas leyó un pasaje de Las memorias de Pepito, cuartillas de un escolar, corregidas por su maestro, que fue muy ovacionado por el público, puesto en pie. El maestro de niños leyó con voz varonil, casi de general de los tercios, el episodio de la toma del Alcázar de Toledo, hasta llegar a la llamada telefónica. A su conclusión sonaron de todas partes vivas a España y a Franco, y todo el público se puso en pie con carne de gallina, aplaudiendo a rabiar. Tras un corto descanso, las niñas representaron la santa aparición de la Virgen de Fátima a los pobres pastorcillos. La hija de la maestra hacía de Virgen, tocada con un manto azul, las manos juntas y la mirada perdida en las alturas. Otras niñas hacían de pastoras y la hija del sargento de la Benemérita, la más regordeta, iba vestida de cura, con sotana y bonete. A todas las madres de les caía la baba de la emoción y hubo quien lloró de alegría. No era para menos. Los niños, por lo que les tocaba, representaron la llegada de Colón a la isla de San Salvador. También vestían a la antigua usanza, con espadas y lanzas. Tampoco faltaba la bandera patria de la escuela, el fraile con la cruz en alto y los indios en taparrabos. Todo resultó verdaderamente conmovedor.

A continuación el tío Hilario subió al escenario y entonó unas coplas con mucho gracejo y mejor voz, que también recompensó el público con acalorados aplausos. Una de ellas decía así:

 Los gatos son de Casetas,
 en Alagón hay melones
 y en Torres de Berellén
 todos cagan a montones.

Después se colocó una silla en medio del escenario y tras un pequeño descanso, subió a escena el tío Gregorio, que lucía su mejor traje de domingo, dispuesto esta vez a contar la historia del salmón de Alagón a todos los curiosos. El tío Gregorio se mostraba ufano, un tanto soberbio y no menos arrogante y presumido. Todos estaban pendientes de él, de su incansable verbo, aunque muchos dudaran de la veracidad de la historia que iba a relatar. Cuando pisó el entablado, el público comenzó a aplaudirle y a vitorearle como si fuera un conocido actor de radionovela. Se sentó en la silla, carraspeó, pidió la licencia y comenzó a relatar el suceso.

  -Pues bueno, pues esta es la historia del salmón de Alagón, que escuché hace muchos años en mi mocedad, siendo soldado en Zaragoza, poco antes de marchar a la guerra de Cuba....

Los del gallinero empezaron a mostrar inequívocos signos de nerviosismo, pateando el suelo y gritando o voces:

  -¡Qué no se oye! ¡Qué no se oye!

Ante los murmullos, el alcalde puso orden y mandó al alguacil a por el embudo grande de latón de la tienda de Rogelio el Fresco. Al rato llegó el alguacil fatigado, pero con el envasador. El alcalde probó el artilugio con bastante fortuna y el tío Gregorio pudo continuar, colocándose tal artefacto delante de la boca, a modo de altavoz.

  -Pues como os decía, poco antes de entrar en combate en la Gran Antilla, escuché la historia del salmón...

Pero el respetable estaba impaciente por conocer la epopeya del salmón, no por el cronicón de su vida y milagros, que era harto conocido, y continuaron los murmullos. Los del gallinero gritaban y pataleaban la función, repitiendo a coro:

  -¡Al salmón, al salmón...! ¡Qué lo demás ya nos lo sabemos...!

El señor alcalde, temeroso que la función se le escapara de las manos, animó también al tío Gregorio desde su butaca.

  -¡Al salmón, tío Gregorio, al salmón, que si no, nos van a dar las uvas!

El tío Gregorio, un tanto crispado, pedía calma al respetable y un poco de paciencia, que todo llegaría. A él lo que verdaderamente le gustaba era adornar las historias, vestir la sentencia, disfrazar los hechos y demorar el desenlace, introduciendo otros sucesos paralelos, que enriquecían el relato.

  -Pues como os iba diciendo, ocurrió una vez que un arriero con un cargamento de salmón con destino a Zaragoza, pasó por la villa de Alagón. Alagón es una villa próspera y rica, que riegan el Canal, el Jalón y el Ebro. Tiene por patrona a la Virgen del Castillo, que se apareció un momento antes de reconquistar la villa al rey Alfonso I el Batallador. ¡Hasta los reyes gastan apodos!...

Pero el público, cuando sentía que el tío Gregorio desbarraba de la verdadera historia, gritaban y pataleaban lo suyo, como si se tratara de una obra de Echegaray, pidiendo más brevedad en la exposición de la anécdota.

  -¡Al salmón, al salmón!

  -Tened paciencia, que todo llegará a su debido tiempo.

Por su parte el alcalde pidió un poco de respeto para el señor conde y su señora, y dio de nuevo la palabra al narrador.

  -Pues cuentan que aquella tarde, que para más señas era martes santo y debía ser antes de la procesión, porque el alcalde de aquella villa paseaba por las afueras del pueblo con otras autoridades, llegó el buen arriero a Alagón con su carga de salmón. Y como la tarde iba de acabanza pensó hospedarse en el mesón de aquel lugar, que mañana, seguramente, sería otro día, como suelen decir los buenos cristianos. Y así lo hizo. Dejó a buen recaudo el carro, dio de comer y de beber al jumento y después de adecentarse él mismo, esperó la hora de la cena. Mientras hacía tiempo, salió el buen hombre al portal del mesón y allí mismo lo encontraron el alcalde y las demás autoridades, que ya regresaban del paseo. Y como eran gente de paz ofrecieron al forastero un pitillo y al cabo le preguntaron por la carga y por su destino. Pero el arriero, escarmentado sin duda de otros lances, no soltó prenda...

Desde el gallinero interrumpieron de nuevo la narración.

  -¡Igualico, igualico...!

Esta vez el sargento de la Benemérita, con el gesto fruncido y con los brazos en jarras, lanzó una siniestra mirada al gallinero y volvió a tomar asiento. Por su parte, el respetable pedía silencio a los graciosos, para no perder el hilo de la historia. Y el tío Gregorio continuó con el embudo colocado delante de la boca, como un capitán de barco mercante.

  -Pues eso, el arriero no decía ni que esta boca es mía aunque el alcalde, el secretario y el médico le tiraban de la lengua sin conseguir despegarla. Pero al final, quizá por despecho o quizá también por desesperación, el arriero confesó que llevaba dos cargas de salmón fresco para vender en Zaragoza. Cuando oyeron tal cosa, los paisanos se miraron con un no disimulado regocijo. ¡Salmón fresco en vísperas de las vigilias de Semana Santa! ¡Vaya casualidad!, pensaron, aunque no las tuvieran todas consigo, porque es de común que los arrieros no digan ni una sola verdad....

A esto gritaron desde el gallinero:

  -¡Igualico, igualico....!

Esta vez todo el público amonestó al gracioso. Se parecían a un oso glotón al que le retiran el panal de miel de los labios. Cuando se hizo el silencio de nuevo, el narrador pudo continuar.

  -Entonces el alcalde, ni corto ni perezoso, propuso al arriero que vendiera en el pueblo algunas libras de salmón, pues de este modo aligeraría la carga, ya que igual le daba venderlo en Alagón que en Zaragoza. Pero el arriero no consintió tal trato. Unos mozos que por allí pasaban, sabedores de la negativa del arriero, que afrentaba a la villa y a la hombría de los lugareños, quisieron, con razón o sin ella y siendo fechas de dolor y contrición, poner al arriero como un nazareno, pero el alcalde, de parte de la prudencia y del sano juicio, no dejó que los mozos cometieran tal ofensa a Dios en tiempo tan principal y quiso zanjar el asunto con buenas palabras, poniendo primero paz en los dos bandos. Luego, como las cosas no podían quedar de esta manera, tramó con el escribano la confiscación del salmón, poniendo como excusa que en el pueblo había algunas mujeres en estado y todas a la vez habían sentido un antojo común, comer en estas fechas de cuaresma estricta salmón fresco. Y dicho y hecho. Al volver en su busca, el arriero, que había conocido las justas razones que esgrimía la autoridad y como ya había advertido como se las gastaban los mozos de aquella villa, estimó más conveniente acceder, poniendo precio al salmón, pero los paisanos lo juzgaron excesivo y el escribano terció en el asunto, diciendo que se pagaría al mismo precio que mereciese el pescado en Zaragoza, que ellos no iban a ser ni más ni menos que los de la capital. A todo esto, los mozos de la villa seguían las conversaciones a distancia y el arriero tuvo por ello algo de miedo, porque creyó con justeza que aquellos mozos serían capaces de quebrar al fin sus huesos si no se avenía a razones... Y no puedo continuar...

  El respetable se alarmó, las autoridades se levantaron de sus butacas, preguntando por ese imprevisto desaire. Pero el tío Gregorio se explicó con un hilillo de voz.

  -No puedo continuar... sin un vaso de agua...

El alcalde se volvió al público y pidió un vaso de agua para el narrador y al punto se contaron en el escenario más de dos docenas entre cántaros y botijos. Los paisanos aprovecharon la ocasión para pasar los botijos de mano en mano y así aplacar la sed que debía de ser endémica. A estas alturas de la función las madres preguntaban a sus hijos más pequeños si les gustaba el cuento, y ellos con los ojos relucientes, como luciérnagas, contestaban llenos de entusiasmo:

  -¡Sí, mucho, mucho, más que las comedias de la plaza!

Como era de esperar, después de beber agua, los niños comenzaron a pedir hacer pis y para aliviar tales necesidades, se dio un pequeño descanso. Los hombres salían a la calle a tomar un poco el fresco, mientras liaban un pitillo.

  -¿Qué te va pareciendo, tú, lo del salmón?

  -¡Qué me va a parecer, que es un cuento como todos! Y me siento que va a acabar como el rosario de la aurora o algo peor.

  -¡Chico, que mal pensado eres!

  -Ya verás, ya.

Aplacada la sed y satisfechas las necesidades más perentorias, la historia pudo reanudarse, aunque el tío Gregorio el Aponderador había perdido el hilo de la narración.

  -Ya no sé por donde iba... ¡Ah!, sí. Pues como se apalabró con el arriero, se repartió entre los vecinos una arroba aragonesa de 36 libras y los alagoneses pudieron comer en aquellas fechas tan señaladas salmón fresco, que era comida de ricos y no de pobres, matando dos pájaros de un tiro. A la mañana siguiente el arriero tomó el camino de Zaragoza, llegando antes de lo previsto con la carga un tanto aliviada. Se dirigió al peso real y allí el regidor municipal, que era un hombre de sanas costumbres, además de seso bien dispuesto y de agradable trato y mejor humor, conoció por boca del arriero el percance ocurrido en su viaje a la capital y el destino de la carga que faltaba. Nuestro regidor, que por más que quiero no puedo recordar su nombre, aunque no puedan decir lo mismo los naturales de Alagón, que bien podrían haberse preocupado del asunto para colocarle una bonita placa conmemorativa en una de las calles principales de la villa, mandó pesar una onza de salmón y sacando del bolsillo una onza de oro, sentenció: "En Zaragoza se paga el salmón a onza la onza". Y todo quedó resuelto y el arriero contento. ¡Cómo no!

A la vuelta, el arriero fue a parar al mismo mesón de Alagón y dirigiéndose al Concejo enseñó allí mismo la certificación de la venta, con el sello y las firmas pertinentes. Ni que decir tiene que la autoridad no podía creer tal hazaña y todo el mundo al saberlo se quedó de piedra. Al principio todos se negaron a pagar, pero al parecer no les quedó más remedio que pagar a onza la onza, como habían satisfecho en Zaragoza. Y como a la fuerza ahorcan, al final algunos vecinos tuvieron que pagar su parte de salmón a plazos y otros hasta tuvieron que hipotecar sus casas. Y así acaba la historia, la verdadera historia del famoso salmón de Alagón. Cuentico contao...

Al punto todo el público en pie dedicó un merecido aplauso al narrador de la historia, que hacía la consabida reverencia. Y de esta manera la señora condesa pudo dormir tranquila y sosegada aquella misma noche, sabedora ya de la historia del salmón de Alagón, como todos los vecinos.

Ni que decir tiene que el señor conde cumplió su palabra y regaló al equipo de fútbol, al Santo Patrón y al pueblo lo prometido, a cada cual lo suyo, y cuando nació el nuevo vástago de la familia, entre una larga retahíla de nombres, se incluyó el de Gregorio, seguido de otros más, como el de Antonio, debido a San Antonio de Padua, que festeja con gran alborozo la villa de Alagón, y el de la Santísima Trinidad y el de Todos los Santos, para no quedar mal con nadie. Para festejar tal acontecimiento y más la salud del hijo y de la madre, el señor conde mandó preparar una gran olla de chocolate, que se repartió entre los naturales del pueblo el mismo domingo que recibió el infante las primeras aguas del bautismo.

Aquella fecha quedó para siempre grabada en la memoria de las gentes del pueblo, que pronto discurrieron proverbios y dichos referentes al suceso.

  -¡Aquel bautizo fue casi tan caro como dicen que fue el salmón de Alagón!

  -¡Anda, exagerado!

Para las fiestas del Santo Patrón vino de la capital el mejor orador sagrado, que dio un sermón en la misa mayor de esos que hacen época, teniendo lugar además un gran partido de fútbol entre el equipo local, que estrenó aquella tarde las nuevas botas y camisetas que había regalado el señor conde, y el equipo de Alagón, que había ganado la Copa del Campeonato de Adheridos. Pero esta vez los de Alagón se llevaron el gato al agua. Según los que asistieron a tan emotivo encuentro, los de Alagón ganaron doce a cero a los locales, aunque se dice que el árbitro era de Zaragoza y descendiente directo de aquel regidor chancero, con el que las malas lenguas dicen se arregló el partido y el desagravio del salmón, que todavía coleaba después de años y más años, aunque nadie ha podido aún averiguarlo. Al día siguiente, como los futbolistas locales no estaban acostumbrados a jugar con botas y además sin estrenar, todos sacaron los pies llenos de rozaduras y de ampollas tan grandes, redondas y brillantes como una onza de oro. Y después llegaron las bromas de los graciosos, que nunca se echan en falta.

  -¡A onza el escorchón, como el salmón de Alagón!

Se cuenta que a más de uno se le subió el humo a las narices, pero la verdad dicen sólo tiene un camino y al que no le guste, que se tape los oídos o que se haga el sordo, que tanto vale.
 
 

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