III
Un buen día, después de haber pasado toda la santa la
noche sin pegar ojo, pensando en el tema que se traía entre manos,
el alcalde, viendo que los días iban dilatando el desenlace de aquella
legendaria historia del salmón, pensó en práctico
y dictó una carta al secretario, con destino a su colega de Alagón,
confiándole su comprometida situación ante el noble antojo
de persona de tan alta alcurnia. Al cabo de los días recibió
una misiva del Concejo alagonero, en la que su colega escribía que
por enfermedad del secretario, nadie en su defecto tenía la soltura
necesaria para trasladar al papel tan enrevesado suceso y por ello se disculpaba
amablemente. Pero no por ello el alcalde se dio por vencido, bien al contrario,
pues estaba decidido en remover Roma con Santiago y visitar sin más
tardanza la villa de Alagón, para pedir a cualquier vecino que supiera
el sucedido, que lo narrara a viva voz delante de una comisión nombrada
para tal fin, para que a su vez lo trasladara con toda clase de detalles
a la señora condesa, poniendo fin al capricho. Pero un buen día,
preparando la expedición, el señor alcalde recibió
en el salón del Concejo la visita de Jerónimo el Convertido
y al conocer la razón de aquella inesperada audiencia, los ojillos
le brillaron como dos bombillas de cuarenta vatios. Por fin alguien daba
noticias de lo sucedido en Alagón.
-¡Cuenta, cuenta ya, por Dios, que me tienes en ascuas!
-El único que sabe lo que ocurrió con el salmón
de Alagón es el tío Gregorio...
Al alcalde le venció por momentos una amarga desilusión,
pero se recuperó al instante. ¡Qué remedio! El tío
Gregorio tenía fama ganada en el pueblo de mentiroso, de exagerado,
de pamplinero..., y aquello no era buena señal. Con razón
lo apodaban el aponderador, por eso mismo. Pero no se podía cantar
victoria antes de tiempo. Sin embargo el alcalde se sentía con la
necesaria fuerza moral, además de asistirle la razón, para
obligar al tío Gregorio a contarle lo sucedido, sin recargar las
tintas, a que le confiara a las buenas toda la verdad de aquella historia
y el intríngulis del aquel suceso extraordinario. La posible recompensa
del señor conde hacia el pueblo, bien valía un nuevo intento.
El alcalde, que no comía ni dormía tranquilo desde la
misma tarde del antojo, a causa de aquel dichoso salmón, se armó
de valor y una noche como de imprevisto llamó a la puerta de la
casa del tío Gregorio.
-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida. ¿Quién es?
-La autoridad misma.
El alcalde, que conocía las andadas, subió hasta la misma
cocina por unas escaleras casi en penumbra y encontró al tío
Gregorio liándose un pitillo, sentado en el banco al amor de la
lumbre.
-Buenas noches nos dé Dios.
-Y así sean para todos.
El alcalde, aprovechando un asunto que debía hablar con el hijo
del tío Gregorio, sacó el tema de la pesca, de la que era
un buen aficionado. El tío Gregorio le invitó a fumar y sacó
el mejor vino de la bodega, para hacer los honores y entonces el alcalde
pasó a la ofensiva. Contó lo del antojo de la señora
condesa y de las posibles consecuencias en el feto, en caso de no ser satisfecho
a tiempo, de su responsabilidad, como primera autoridad del pueblo, en
el rápido esclarecimiento del suceso del salmón, que también
salpicaba al tío Gregorio, pues al parecer era el único en
el pueblo que conocía aquella historia ocurrida en Alagón
hace muchísimo tiempo. El tío Gregorio se hizo esta vez el
remolón, poniendo pegas y más pegas, pero el alcalde le amenazó
con multarle si no cooperaba y más en un caso de interés
local, en el que estaba comprometido su honor y el del todo el pueblo.
Y después de ir soltando y cogiendo cabos con no poca habilidad
y pericia, al final le pudo la vanidad al tío Gregorio, que puso
una serie de condiciones para acceder. Él contaría el suceso
ocurrido en Alagón en pública asamblea, siempre que contara
con el respeto y el silencio de la concurrencia, exigiendo además
que el nuevo vástago del conde, fuera varón o hembra, llevase
su nombre de pila, o sea, Gregorio. El alcalde tomó cumplida nota
de sus peticiones, que por otra parte eran justas, y quedó en avisarle
el día, la hora y el lugar, recordándole una y mil veces
que no debía alargarse demasiado en sus explicaciones.
El tío Gregorio había ganado favor en el lugar de aponderador,
de cargar mucho y a veces también innecesariamente las tintas de
las cosas, no de mentir, no, pero de ser algo exagerado, aunque sin maldad
alguna, esa es la verdad. El tío Gregorio gustaba de contar historias
y sucesos en la plaza del lugar a todas las horas, y más si estaba
rodeado de muchachos, que no recelaban ni poco ni mucho de sus historias
fingidas o verdaderas.
-Un año nevó tanto que las calandrias vinieron
de tierras de Soria a comer coles. Una noche estaba sentado cerca del fuego
y oí mucho alboroto. Al punto cogí la escopeta y disparé
por la chimenea y cayeron tantas calandrias que se pudieron llenar más
de tres sacos...
A lo lejos, los hombres apoyados en la pared de la barbería
escuchaban estas y otras historias, siempre repetidas. En alguna ocasión
Pablo el Convertido había buscado la complicidad de un muchacho,
para que se acercara a la reunión y desacreditara al fabulador,
a cambio de una peseta.
-¡Mentira, tío Gregorio!
Al escuchar tal afrenta, el tío Gregorio se levantaba como un
resorte del banco de piedra y con el garrote en alto amenazaba con descrismar
al muchacho entrometido.
Pablo el Convertido, antes de regenerarse, tenía malas ideas
y guardaba muy mal corazón para sus semejantes. Un año de
gran sequía, cuando los sembrados amarilleaban en el monte una vez
nacidos y nada parecía remediarlo, Pablo pasó a su olivar
por el sembrado del tío Manolico, que cabizbajo pensaba en labrar
el campo y perder la simiente.
-¡Manolico, Manolico! Sabe usted, pensando, pensando....,
he pensado que me podía usted guardar la paja....
-¡Y te la guardaba si supiera que con ella te iban a correr
las tripas, guasón, más que guasón, mal cristiano!
Y así le fue tentando el diablo un día sí y otro
también, desoyendo a todas horas los berridos de su conciencia,
pero cuando todos pensaban que nada ya tendría ningún remedio,
tropezó en su camino de Damasco con la piedra de la enmienda y desde
entonces cambió como de la noche al día, llegando a contar
sus experiencias en las Conferencias de San Vicente de Paúl y en
las numerosas visitas de la Santa Misión a los pueblos vecinos.
-...¡Yo... que he sido borracho, el más borracho
de todos, el más perdido de todos, aquí me veis, convertido
y ganado para el cielo!... ¡Este pueblo tiene que arder, sí,
habéis oído bien, tiene que arder!.... ¡Tiene que arder...
en cristiandad!... ¡En cristiandad!... ¡En cristiandad!...
-¡Oh....! ¡Oh...! ¡Oh...!
Los mozos del pueblo, al escuchar tal sarta de disparates, esperaron
a la salida del acto al charlatán confeso, preparados con palos
de azada para cantarle las cuarenta en las costillas. Aquella vez Pablo
el Convertido tuvo que salir del pueblo custodiado por la pareja de la
Guardia Civil, mientras los mozos le aconsejaban no pisarlo jamás,
por lo que pudiera ocurrir.
-¡Anda meapilas y pega fuego a tu pueblo como hizo Nerón!
Esto de jugar con fuego, aunque sea metafóricamente, no suele
acarrear ninguna ventaja y tampoco quedan seguras muchas o pocas ganancias.
Sucede a menudo que al equilibrista que anda por la cuerda floja de la
fe y al trapecista que sortea el vacío de las virtudes teologales,
les da por hablar siempre con metonimia, y claro los racionales paisanos
que no entienden el sentido del tropo, cogen un cabreo de padre muy señor
mío. Y sucede luego lo que sucede. En fin, ese parece ser el triste
sino de los profetas y de los nuevos apóstoles de la fe.
I
II
III
IV
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