II
A Rogelio el Fresco le silbaba en cada una de las cuatro esquinas del
corazón, y además con doliente acento, la triste e inconsolable
cantinela de la avaricia, la flaca letanía de la avaricia, el lastimero
y afligido responso de la avaricia. Rogelio el Fresco amontonaba y amontonaba
duros y más duros, sin más objeto que el que viene procurando
la ambición o el simple aburrimiento, el seguro anhelo de hacerse
rico cuanto antes, más rico que cualquiera de sus vecinos, y de
esta manera llegar a ser el más rico del cementerio y asegurarse
así la salvación eterna, dejando pagadas un buen puñado
de misas por su alma atribulada y confusa.
Un buen día, por comentarios de sus clientas, Rogelio el Fresco
se enteró de la llegada del señor conde a su caserón
del pueblo, con hechuras de palacio, con la intención de pasar allí
todo el verano con su numerosa familia y servidumbre, pues su santa esposa
estaba de nuevo en estado de buena esperanza y sin duda, el cambio de aires
favorecería su salud y con ella la del vástago, el séptimo
en el cuento familiar.
Algunas tardes de aquel caluroso estío, después de la
hora de la siesta, saludable costumbre patria como pocas, el jardín
del señor conde, con sus veladores y jarras de limonada, se convertía
en el más noble casino del lugar. A esta tertulia no faltaba don
José, el infanzón, que además hacía las veces
de alcalde del lugar, el sargento de la Guardia Civil, el médico,
el secretario del Ayuntamiento y el escribano. Cuando sus ocupaciones se
lo permitían también asistía mosén Tonelada,
que debía adivinar o en todo caso oler a más de media legua
el chocolate que se servía en casa tan principal, porque nunca se
retrasaba. Mosén Tonelada llegaba con sus doce arrobas como caído
del cielo y sin mucho apetito, pero pronto despachaba su jicarón
de chocolate y por fortuna siempre había de sobra para repetir sólo
una vez más. Mosén Tonelada confundía sin maldad la
cortesía y las buenas costumbres con el vicio de la glotonería.
-Sólo voy a repetir una vez más, que dos ya es
gula.
Aquella misma tarde que se sirvió chocolate después
de la limonada, con la presencia de mosén Tonelada, se debatía
en cordial diálogo el uso y abuso de los apodos en los pueblos y
aldeas. La señora condesa consideraba tal costumbre propia de gentes
sin educación ni principios, además de poco respetuosas con
las faltas o defectos del prójimo. Terciaba en esto el marido, opinando
que el apodo venía a ser como la tarjeta de visita de cada cual.
Con el mismo apodo se conocían a todos los de una misma familia
o parentela, que llevaban escritos en el rostro el parecido y las más
sobresalientes características del clan familiar, fueran elogiosas
o no, determinantes o no tanto. Aquel que desbarraba un tanto de estos
comunes atributos, daba que pensar al patriarca, que por un momento dudaba
de la legitimidad de aquel hijo.
-¡Hummm...! el chico es hijo de mi mujer, eso es seguro,
pero no sé, no sé...
El médico, que llevaba casi cuarenta años de servicio
en el pueblo, conocía de corrido las enfermedades más corrientes
que solían padecer las familias del lugar o al menos a las que estaban
más predispuestas, por seguro beneficio de la herencia, que pasaban
de padres a hijos como la tierra y las deudas.
-La genética, amigos míos, aunque se piense lo
contrario, dice mucho del destino de cada hijo de su padre y de su madre.
Con perdón.
-Ya, ya.
El sargento de la Benemérita defendía que el apodo no
debía de ofender a nadie, ya que había pertenecido a los
padres y a los abuelos y por tanto se heredaba como el solar patrio y las
nobles costumbres de los antepasados. Y entonces se convertía en
materia del honor, de la fama y de la honra.
-¡Querer rechazar nuestro apodo, es como querer repudiar
el nombre que recibimos en el santo bautismo, de parte de nuestro padre
y de nuestra santa madre, es como querer renegar de la fe de nuestros antepasados,
de la bandera roja y gualda de nuestra patria, con el dolorosísimo
recuerdo de tantos héroes caídos por Dios y por España,
con la inmarcesible memoria de sus excelsas hazañas, que como crisol
de pueblos, llevaron adelante los de nuestra raza con la admiración
de todo el orbe...!
-Ya, ya.
El bueno del sargento hubiera sido un orador muy convincente y
aplaudido en una asamblea de sordos como una tapia, o de paganos que no
saben ni de la misa la mitad, o en todo caso de pecadores arrepentidos.
Mosén Tonelada, mucho más comedido, apuntaba que
algunos de los apodos utilizados por el vulgo rozaban la ordinaria grosería
y el insulto no menos ramplón, cosas que desagradaban a Dios y a
todos los santos del cielo en cuadrilla.
-¡Jesús dijo en una ocasión, amaos los unos
a los otros, etcétera...
-Ya, ya.
Don José el alcalde estaba convencido que el apodo, viniera de
donde viniera, demostraba a las claras y sin demasiadas cautelas, el talante
de cada cual, o sea, la característica más sobresaliente
de su físico o de su entendimiento, corto o más bien agradecido,
la que por alguna causa y a vista de todos destacaba más del conjunto,
convirtiéndose en regla, norma o disposición pública.
Y así en algunos venían a sobresalir los vicios, en exceso
o en defecto, que todos los extremos se tocan, en otros las virtudes, en
otros los malos modos, y en otros en cambio la villanía, la piedad,
la envidia, la soberbia y hasta la lujuria. A esto el mosén se paseaba
la mano por la frente y por la harta barriga, santiguándose intranquilo
y sobresaltado. A las claras se dejaba ver que don José había
bebido en las nefandas fuentes del naturalismo, además de leer con
sumo interés las leyes de Mendel y las sorprendentes teorías
de Darwin.
-El hombre al fin y al cabo es un lobo para el hombre...
-Ya, ya.
El escribano admitía que el pueblo llano de azada y alpargatas,
tenía un sexto sentido para saber vislumbrar de entre todas aquellas
cualidades de sus semejantes, una que sobresaliera de todas las demás
y sintetizara de maravilla el carácter de su propietario y de toda
su progenie o de su vínculo.
-Se diga lo que se diga, el pueblo llano es sabio a su manera,
como lo vienen a ser las alimañas del monte y los pájaros
del cielo.
-Ya, ya.
Y entre todos fueron repasando algunos motes de los naturales del pueblo,
algunos graciosos, otros infames, otros capciosos y otros harto evidentes,
pasando por alto el del señor cura, que hubiera sido una falta de
respeto inadmisible, sólo mencionarlo.
-A uno le dicen el Italiano, porque su padre era un soldado de
aquella nación que vino a luchar en nuestra cruzada, a otro le dicen
el Matagüinas por eso mismo, a otra la Marquesa porque se da unos
aires....y a otro el Fresco porque vende sardinas frescas como la canción
y porque es más fresco que una lechuga... ¡Con razón
se dice que vende el pescado aún más caro que cuentan del
famoso salmón de Alagón!
A esto, la señora condesa quiso saber del suceso aquel
del salmón, pero ninguno de los tertulianos pudo complacer su curiosidad,
convertida esta vez en antojo.
El alcalde había oído hablar del barbo de Utebo,
pero del salmón de Alagón no tenía noticias, aunque
debía de haberlas, porque el caso había pasado al rico acervo
popular. El señor conde se frotó las manos, sirviendo más
limonada a los tertulianos.
-Ved, señores que la historia arrincona a los protagonistas,
nunca al milagro, a la maravilla, al portento, al incidente, a la ocurrencia,
al percance, al suceso, al contratiempo... Ya ven ustedes, nadie que está
en esta amable reunión recuerda el suceso, aunque lo importante
sea la enseñanza moral del caso, la consecuencia, la secuela o el
corolario, con moraleja o sin ella. Lo que importa es lo que llega a trascender
a los cuatro puntos cardinales, o sea, el resumen breve de la experiencia.
¡Es más caro que el salmón de Alagón! Sí,
señor. Lo demás no importa demasiado. Se ha olvidado lo ocurrido
con aquel salmón, que al parecer costó un ojo de la cara,
pero no se ha desvanecido el modelo, la referencia, sí, señor,
que sirve en cualquier ocasión.
El alcalde, como primera autoridad de la villa, se vio en la obligación
ineludible de investigar la historia del salmón, no fuera a ser
que el antojo no satisfecho, pudiera ocasionar terribles secuelas en el
nonato y el pobre niño naciera con alguna mancha semejante a un
salmón en alguna parte de su noble cuerpo. Todos los tertulianos
quedaron también allí comprometidos en la solución
de tan maravilloso enigma. Pero los días fueron pasando uno detrás
de otro, sin que nadie consiguiera echar luz al asunto. Incluso el alcalde
llegó a dictar un bando, gratificando a todo aquel que diera pistas
fiables de tan portentosa historia, pero todo resultó en vano. Todas
las mañanas el alcalde preguntaba al secretario:
-¿Qué, ya se sabe algo del salmón?
-Nada, don José. Esto parece ser el misterio de la Santísima
Trinidad.
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