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ANTOLOGÍA DE COPLISTAS APÓCRIFOS

Los alegres compadres del Windsor

I

En las afueras de un barrio de Zaragoza, junto al cruce formado por la carretera general y el camino de la vega baja, existía una taberna muy apreciada por los labradores. Allí se reunían al atardecer, tras el trabajo, para matar las fatigas y las penas con sendos porrones de tintorro y descomunales ensaladas de buen humor.

El dueño de la taberna era, además, el alcalde pedáneo del barrio. Persona de gran humanidad espiritual y física, Roberto, que así se llamaba el tabernero, bautizos su establecimiento con el británico nombre de Windsor, sin duda como homenaje a la famosa comedia de Shakespeare titulada "Las alegres comadres". Y el Windsor de Roberto se convirtió en un lugar de reunión y de jolgorio para un singular y alegre grupo de compadres que nunca habían oído hablar de Shakespeare.

Si los días lluviosos se empleaban en la charla y en el juego del guiñote, los atardeceres de las jornadas normales, cuando los trabajos agrícolas habían terminado, se dedicaban al porrón y la jota; no en vano era Roberto un jotero de postín, aunque no faltaban parroquianos que compitieran con él.

Una de las reglas del  Windsor, cuando de cantar la jota se trataba, consistía en no interpretar coplas demasiado conocidas. Esto sirvió de estímulo al dueño de la taberna y a su clientela. Roberto solía retratarse así:

Según dice la parienta
soy un poco despistau.
¡Me paice que se equivoca!
Un poco, no: demasiau.

No exageraba el buen Roberto; su despiste competía con su excelente humor. Un día de verano, cuando los alegres compadres del Windsor esperaban que un suculento ternasco estuviera bien asado y les sirviera de cena sabática, Roberto salió de la cocina con gesto de tragedia griega. Al verlo, Juanico el Zalagardas, rival de Roberto en el canto y en las ocurrencias, le dedicó esta copla profética:

El humo ciega tus ojos
y pones la cara de asco;
por lo que veo y supongo,
se te ha quemau el ternasco.

Y como el Zalagardas se volvió de espaldas después de cantar, Roberto le respondió así:

No teme güelvas de espaldas,
que no me gustas ni gota;
pa espaldar, el del tocino,
y pa culo, el de la bota.

Pero no acabó aquí la jota. El Zalagardas, por no dar su brazo a torcer, desechó el orondo porrón comunal y tomó una bota de vino que Roberto mantenía colgada del perchero. Luego se atizó un trago perezoso, y tras relamerse, soltó la voz y la picardía:

Cada vez eres más roña
cuando me das de beber;
la bota, de hace mil años,
y el vino, de anteayer.

Roberto sonrió mientras recibía la bota que le devolvía el Zalagardas. Pensó un instante y se inclinó para zamparse un trago de antología. Luego, sin soltar la bota, contestó de este modo al Zalagardas:

Con la bota entre las manos
explicaba un bebedor
que el vino bueno es muy bueno,
pero es mejor el mejor.

Al fin, el ternasco quemado pudo aprovecharse en proporción suficiente; con la ayuda de algunos embutidos y unas fuentes de ensalada, la cena se cumplió sin quejas, aunque no faltaron las bromas para el despistado tabernero. Durante la sobremesa, cuando el jolgorio alcanzaba su cima sonora, Juanico el Zalagardas encontró una oportunidad para vengarse musicalmente del Roberto, a quien dedicó esta cuarteta oscura de significado y clara intención:

¡Qué buenos los taberneros!!
Dicen que el agua es muy sana;
y pa curarnos con vino
matan de sed a las ranas.

Y los alegres compadres  del Windsor partieron hacia las calles de la población, dispuestos a convertir en ronda lo que aún quedaba de noche.

II

Los labradores que habían cenado en el Windsor, el establecimiento hostelero de Roberto, comenzaron la ronda sabática por las calles casi dormidas de la población. Era una noche fresca y clara, muy apropiada para las intenciones de los alegres compadres.

Como todos los participantes quería intervenir, se dispuso un orden con arreglo al recorrido y a los intereses particulares. Por eso, al llegar frente a la casa de Feli, la moza a la que pretendía con poco éxito Manolo el Harinero, éste recio muchachote tuvo el privilegio de comenzar la ronda, lanzando hacia la bella durmiente esta jotica fresca:

Si por pedir cantidad
vas a hacerme buen descuento,
ponme, tendera del alma,
veinte kilos de tus besos.

Luego, tras unos cuantos pasos, llegaron junto al portal de un curioso personaje, Abundio el Rata, desertor del Windsor durante aquella noche. Abundio, que poseía cierta tendencia a la vagancia, prefería acudir a la taberna durante las horas de trabajo y emplear los anocheceres en dormir a pierna suelta. No es extraño, pues, que Roberto el tabernero le dedicase esta copla con aguijón de avispa:

Abundio no viene al tajo
y en la taberna se queda,
porque dice que a la mula
se le ha pinchado una rueda.

Entre tanto, el Zalagardas no dejaba la bota de vino ni a sol (que no había) ni a sombra (que era todo). Y así lo manifestó durante el trayecto siguiente, cuando cantó de esta manera:

Tanto monta, monta tanto
el vino como la jota,
que después de cada canto
dejo sin culo a la bota.

Y si la copla del Zalagardas no extrañó a nadie, si que les sorprendió de forma desagradable lo que encontraron en mitad de la calle: el carro del tío Pacorro estaba cruzado de tal manera que no permitía el paso. "Primero, todos a quitar el carro", dijo uno de los rondadores. Y sin pensarlo, todos fueron hacia el vehículo para arrastrarlo y colocarlo convenientemente. Esto momento lo aprovechó Lucas, un labrador de pocas palabras pero oportunas, que se lució con la cuarteta conmemorativa:

Un carro siempre es un carro
si tira de él un jumento;
pero, cuando hay que empujarlo
más que carro es un tormento.

No sentó demasiado bien a los compadres la broma del tío Pacorro, "Este hombre ha querido deslomarnos",  decía alguien. "Con los dineros que tiene, ya podía dejarse de mulas y comprarse un tractor".

"Pero ¿no sabes que el tío Pacorro no sabe lo que es un tractor?", añadió otro. "¡Aún vive en la edad de piedra!".

Escuchando estas palabras, el Zalagardas tejió una copla. Y poniendo toda el alma y la peor uva, rondó así al tío Pacorro:

Un labrador de mi pueblo,
a las ruedas de un tractor,
las miraba y se decía
cómo darían la coz.

A estas alturas de la ronda, el cielo empezó a clarear. Se acercaba la amanecida, y el Zalagardas se protegía del frío con incesantes tragos de vino. De ello se percató Roberto el tabernero, que discurrió una cuarteta para zaherir al pertinaz bebedor de vino y poner fin a la ronda:

Quien desayuna con vino
y almuerza bicarbonato,
tiene el porvenir más negro
que un pez delante de un gato.

Los alegres compadres del Windsor se despidieron con las primeras luces del domingo. Marcharon hacia sus viviendas, los hogares propios, que con la tierra madre y con una taberna compartían el aprecio sincero de estos labradores aragoneses. Déles Dios buen galardón.

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