ANTOLOGÍA DE
COPLISTAS APÓCRIFOS
Muchacho solitario
Luis Carreta llegó
a la aldea buscando un poco de soledad. Con una maleta y una guitarra por
equipaje se presentó en casa de la señora Marta, para quien
portaba una carta de un pariente lejano y común. Se instaló
allí, dispuesto a disfrutar unos días de vacaciones con la
tranquilidad que ofrecía aquel pacífico lugar de las estribaciones
del Moncayo.
Luis pasaba las jornadas
en el monte, con un libro o un cuaderno y la guitarra como única
compañía. Algún pastor llegó al pueblo con
la noticia de que el muchacho de la ciudad cantaba la jota mejor que los
ángeles. "Ni los ángeles ni los de la capital saben cantar
la jota", sentenció un sabelotodo. Pero, por si acaso, los aldeanos
invitaron a Luis para que participase en la ronda nocturna del sábado.
Aceptó Luis el ofrecimiento
y se presentó puntualmente a los rondadores, dispuesto a rendir
la voz y la melancolía a los encantos de la noche. La ronda transcurría
con discreta animación. Bajo un balcón cerrado y oscuro un
mozo indicó al invitado: "Ahí vive la Pili, una moza más
guapa que un sol. Pero nunca se asoma cuando pasa la ronda. Es fría
y orgullosa".
Luis Carreta, por primera
vez en la noche, entonó una jota, dedicada al misterioso balcón
de la moza invisible:
"Es más de la medianoche
y va muy alta la ronda;
en la oscuridad del cielo
la luna canta una jota".
Al momento, como si la copla
fuese un conjuro una llave mágica, el balcón se abrió
y la belleza reinó en la noche. Luis enmudeció, la hermosa
joven le parecía un sueño. Aunque poco propenso a las ilusiones,
sintió que aquella muchacha la había cautivado repentinamente.
La contempló; vio cómo el cabello le cubría una parte
del rostro y cómo ella lo retiraba con un leve y gracioso movimiento.
Por segunda vez, Luis se atrevió a cantar:
"Al caer sobre tu cara
el pelo es una tormenta,
que al retirarse permite
brillar al sol con más
fuerza".
Acabó la ronda y comenzó
el calvario. Luis no podía apartar a Pili de sus pensamientos. Dejó
sus paseos solitarios por los montes y frecuentó las calles de la
aldea. Pero la moza no aparecía por ninguna parte.
De noche, Luis Carreta tomó
la guitarra y se situó bajo el balcón de Pili. Con esperanza
y sentido, cantó de este modo:
"No quise marcharme fuera
ni quise quedarme aquí;
yo nunca he querido nada
hasta que te conocí"-
Al terminar el canto, Poli
sonreía desde el balcón. Luis contemplaba, incrédulo,
incapaz de pronunciar palabra. Fu ella la que evitó el silencio:
- Nunca he oído a
nadie cantar tan bien como tú lo haces.
Y a partir de entonces, los
dos jóvenes comenzaron a verse. Pili acompañaba a Luis en
sus paseos por los montes y por la aldea, y todo señalaba que entre
ellos había surgido un amor verdadero.
Luis, cuando estaba solo,
tomaba la guitarra y entonaba las delicadas coplas que le dictaba su estado
de ánimo:
Al que le gusta dormir
lleva mucho conseguido,
pues para poder soñar
hay que estar antes dormido.
En otra ocasión, cuando
ella marchó apresuradamente por ciertas obligaciones familiares,
Luis Carreta compuso y entonó esta copla sentenciosa y algo triste:
Cuando me dejaste solo,
me quedé escuchando
el viento,
y aprendí que algunas
veces
también nos habla
el silencio.
La melancolía de Luis
había cambiado de signo. El amor por aquella muchacha le había
rescatado de la soledad voluntaria; ella era lo único que le importaba,
y el muchacho solitario creyó haber alcanzado el paraíso.
Pero una tarde, cuando el sol se agotaba tras los montes, Pili le devolvió
la parte amarga de la realidad:
- Me marcho, Luis; creo que
nunca volveremos a vernos. Voy a Zurich, ¿sabes? Allí está
mi porvenir, no en esta aldea. Me acordaré de ti.
Luego, tras besarlo en la
mejilla, Pili dio media vuelta y regresó al poblado. Luis quedó
sorprendido, herido de impotencia, viendo cómo se escapaba lo que
él había creído una felicidad eterna. Después,
sin saber muy bien qué hacía, tomó un pedazo de papel
y escribió estas palabras:
Me senté bajo un almendro
pa verse poner el sol,
y se fue detrás del
monte
donde me dijiste adiós.
De madrugada, Luis Carreta
se asomó a la ventana y contempló la marcha del automóvil
blanco en el que se alejaba la única razón (tal vez
pasión) de su vida. Con rabia, tomó la guitarra y la golpeó
hasta deshacerla. Luego, ya insensible al consuelo, partió hacia
los montes, movido por la oscura llamada del abismo.
|