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Cuentos de Agosto: Dulcísima esperanza, riquísimo tesoro

Enriqueta Antolín

Desde que comenzamos la novena, contábamos los días al revés y se acabaron los juegos de la tarde. Salíamos de casa después de la siesta, con las murallas todavía incendiadas y el sol que daba miedo. Avanzábamos a saltos, cada sombra en su trinchera, de la esquina a la acacia, de la acacia al moral, cuidado con él, que deja caer su fruto negro como un insulto sobre las blusas blancas. A veces un guijarro brillaba de tal forma que alguno se agachaba a recoger la supuesta moneda, una desilusión.

La Puerta de Valmardón era un respiro tibio; lástima aquel olor a orines debajo del cartel: "Se prohibe hacer aguas mayores y menores, bajo multa de cinco pesetas". Luego había que trepar la cuesta del Cristo de la Luz, sin hablar que es peor, y el remanso de los Alfileritos te llevaba exhausto hasta la puerta de las Siervas de María Ministras de los Enfermos. El frescor repentino aliviaba la obligación de ponerse las chaquetas de perlé, atascadas las mangas en los brazos húmedos. Mamá no, porque ella, en verano, usaba media manga.

Entre velas y flores estaban las monjitas, que eran almas de Dios, las mujeres de negro, mamá, tan diferente, y nosotros, únicos niños. "Sea alabado y reverenciado en todo momento el Santísimo y Divinísimo Sacramento del Altar", decía el señor cura, y nos echaba incienso para que contestáramos "ora pro nobis", y si hacías biiiiis te miraba mamá. Luego cantábamos una canción como de ahogarse, "¡Sálvame, Virgen María!", y es que estábamos en un gran peligro, aunque no sabíamos cuál, "¡Virgen María, sálvame!" ¡Sálvameeeeeee!". Y también te miraba mamá. Al salir, la ciudad estaba hermosísima y roja. Entonces te gustaba husmearte las coletas, porque olían como a cosa de Dios.

Cuando llegábamos a casa las palomas dormían, pero se despertaban y salían a recibirnos. Ya llevaban un año viviendo con nosotros y aún, a veces, nos gustaba contarnos cómo eran de pequeños aquellos dos pichones que fuimos a buscar a una granja con gallinas y vacas, cerca del río, las gentes y las calles como de pueblo. Pero, según mamá, aquello era también Toledo, aunque la torre de la catedral se veía tan lejos.

Pagamos entre todos y tú tuviste que romper la hucha, ahora que tenías un pequeño tesoro por primera vez en tu vida, lo que te habían ido echando en la limosnera los parientes y amigos a los que fuiste a visitar el Día Más Feliz de Tu Vida, con el vestido blanco hasta los pies y la diadema de flores clavada en el cogote. "Dos palomas reales -dijo la mujer-, las más hermosas de todas las palomas". Luego nos hizo mirarles la manchita marrón que tenían alrededor del pico y dijo que nos fijáramos en que era de color azufre, que tú no lo entendiste. Y, aparte de eso, eran enteramente blancas.

Con una banasta preparamos la jaula, en el suelo de aquel cuarto con un perchero negro y una mesa coja, que eran donde jugábamos cuando llovía y que se llamaba el despacho de papá.

La tía Justa, que no era nuestra tía, traía huevos en una cesta y se llevaba las lentejas con bicho del racionamiento. La cesta iba tapada con hierbas para los conejos, y otras veces traía también un conejo muerto y lo ponía encima de la cocina, y, como las paredes oyen, hablábamos en un susurro hasta que se marchaba. Era casi igual que cuando lo del niño de la portera, pobrecilla. Ahora la tía Justa nos vendía también el grano para las palomas, y nos hizo un bebedero con un plato de loza y un bote de melocotón.

No les pusimos nombre por culpa de Manolo. Y es que, cuando andábamos dándole vueltas, llegó el abuelo y palmeándose los muslos, gritó: "¡Así que éstas son las dichosas palomitas de la Virgen del Sagrario!", que era justamente lo que no había que decir por nada del mundo, y menos con aquellas voces, porque ése era el secreto. Pero es que el abuelo tenía la lengua muy larga. Esto, lo de la lengua, lo decía papá, porque los niños no dicen esas cosas- Y entonces fue Manolo y tuvo aquella ocurrencia, "pues ésta que se llame Sagrario, y esta otra, Virgen", y el abuelo se le quedó mirando con los ojos muy raros y le llamó, dos veces, insensato. Luego dio media vuelta y ya en la puerta, con la mano en el picaporte, murmuró: "Como tu padre". Que menos mal que no estaba. Éste fue el único disgusto que nos dieron los animalitos y ya se ve que no fue por culpa suya.

Por lo demás, las palomas fueron lo único bueno de aquel año tan malo. Y es que los rusos andaban ensayando en secreto una bomba atómica, y en Palencia había nacido una ternera con dos bocas y cuatro ojos, y en no sé que otro sitio un niño con dos dientes en medio del paladar. Y en casa, sin ir más lejos, una noche se rompieron los cristales del balcón de la granizada tan enorme que cayó. Con el paletón llenamos un cubo con unas piedras gordas como nueces que si nos llegan a caer en la cabeza nos descalabran. Esos dijeron. Y también que estábamos tentando a Dios. Y por si fuera poco, en Mora cayó un extraño pedazo de hielo poco después de que unos que andaban cogiendo aceitunas vieran un raro artefacto en forma de torpedo volar hacia Madrid. Así ponía en El Alcázar, y tú lo leíste al revés, como solías, sentada en el suelo delante de la butaca silenciosa de papá.

Y las palomas, como si nada. Parecía mentira que fueran tan bonitas, tan blancas y tan gordas. Y que fueran nuestras. Paseaban de un lado para otro y, cuando tropezaban con un baldosín un poco suelto, se paraban de golpe y hablaban entre sí, estirando mucho el cuello. Cuando encendíamos la luz se quedaban inmóviles, mirando la bombilla desnuda. Por la manera que tenían de mover la cabeza hubiéramos jurado que estaban reprochándonos la falta de tulipa. Eran como los vestidos de batista del Corpus y las sandalias blancas del Domingo de Ramos. Un día todo sería digno de ellas, ya vendrán tiempos mejores.

Y eran precisamente ellas las que nos iban a traer esos tiempos. Por eso no había que regatear ningún esfuerzo. Limpiar la jaula con arena del río y estropajo, buscar y recoger todas las cagaditas, no vaya a enredar el diablo y las pise papá; aunque sea de noche y la colada esté esperando en un balde y los calcetines en el cesto de coser, "porque en una casa no se acaba nunca y una mujer sentada, mano sobre mano, es una zángana", decía mamá, tan delgada, con ojos febriles.

Tanto que hacer. Barrer con el escobón y, una vez por semana, baldear los suelos de rodillas, y dar cera, y sacar brillo con una bayeta en cada pie; fregar las sartenes con asperón y comprar cada día en la plaza de Abastos, porque siempre se ahorra, aunque esté lejos y haya que venir cargada como una mula. Y planchar con la plancha de hierro y cortar los vestidos, después de persignarse, con la ayuda de un patrón extendido en el suelo, y las niñas ya van teniendo edad de sobrehilar las costuras y coser los botones, y hay que dar la vuelta al cuello de las camisas y con dos sábanas viejas hacer una nueva que ha quedado la mar de bien. Tanto que hacer, y encima, ahora, "lo que faltaba para el duro", decía el humo del cigarro detrás del periódico, y sabíamos que eran las palomas. Mamá miraba sin ninguna sonrisa y seguía pelando guisantes, y los niños nos íbamos en silencio sin que nadie nos mandara a jugar, porque de pronto el mundo era de esparto y lija.

Al fondo del pasillo estaba la puerta de cristal y de dentro salía un zureo confortable. Allí nos refugiábamos.

Pero ahora, por suerte, todo eso iba a cambiar. "Pida cada uno por sus intenciones", decía el señor cura. Y esperaba para que mamá se tapara la cara, y nosotros lo mismo pero mirando un poquito entre los dedos. Y murmurábamos para nuestros adentros: "Por las intenciones de mamá", muchas veces, hasta que monaguillo daba un campanillazo y todas las mujeres despertaban con suspiros y golpes de abanico. Y era, de pronto, como un enorme estruendo en la capilla. Mamá salía de sus manos y nos miraba como si acabara de volver de algún viaje lejano y no nos reconociera de tanto como habíamos crecido. O como si estuviera a punto de marcharse para siempre flotando en el incienso.

Menos mal si, al salir a la calle, Mary decía: "¡El uri canuta!", y se echaba a correr cuesta abajo con los brazos abiertos, y los demás también salíamos corriendo, huyendo de las cosas sin nombre que tanto miedo dan.

El día 14, según el riguroso orden que nos habíamos impuesto, a Carmina le tocó arrancar la hoja del almanaque del Sagrado Corazón de Jesús que estaba en la cocina. Pudo leer algo así como que estábamos en el mes de agosto del año 1950, quizá que el sol había salido a las 4.50 y la luna saldría a las 12.39 y que estaba en cuarto creciente, y que "la música es una transposición sentimental de lo que es invisible en la naturaleza. Claude Achille Debussy". Cuando arrancó la hoja ya fue imposible, aunque lo intentó, que atendiéramos al buen consejo que venía al dorso y que solía referirse a la conveniencia de comer zanahoria y dormir con los riñones abrigados. Pero, para entonces, estábamos todos sorbiendo la aparición de la Virgen con las manos en el pecho y ángeles a los pies, día 15 de agosto, la Asunción de María Santísima en cuerpo y alma a los cielos. Por fin.

Les atamos las patas, Tú ofreciste los lazos de tus trenzas (mojados con saliva y enrollados alrededor de un dedo quedaban muy planchados), pero no hubo manera de meterlas en la cesta del pan, que tenía dos tapas y parecía tan cómoda. Ya se iba haciendo tarde y estábamos a punto de perder los estribos, según dijo mamá, cuando sonó un portazo que nos dejó en silencio. Asustadas, saltaron las palomas a los brazos de Carmina, y ella afirmó que no había peligro, que se sentía capaz de llevarlas así sin que se le escaparan. Mamá atusó flequillos y rehizo los lazos de terciopelo azul de los vestidos blancos. Estábamos muy guapos. Salimos a la calle y otros iban también para la procesión y daba mucho gusto que todos nos miraran. La luna, delgadita, andaba despistada por el cielo azul pálido.

Cuando volvimos, sin las palomas, era ya muy de noche y no pudimos contárselo a papá porque hoy también iba a llegar tarde, así que nos tuvimos que meter en la cama y mamá se quedó sola con la radio sonando muy bajito en la cocina a oscuras, porque la luz da calor y atrae a los mosquitos, y coser no se puede, porque es fiesta de guardar. Oímos mucho rato los suspiros, como antes del milagro. El ruido del llavín no llegamos a oírlo.

Y, sin embargo, había habido milagro. Porque, cuando entraban las andas por el callejón de las Airosas, mamá aupó a Carmina para que dejara nuestras palomas blancas a los pies de la imagen, y allí se habían quedado entre los cirios, las flores y el murmullo. Luego pasaron delante de nosotros y estaban tan lejanas en aquella carroza que era una vergüenza pensar que habíamos pretendido meterlas en la cesta del pan. Y a lo mejor por eso no quisieron mirarnos. Pero a ellas las miró todo el mundo porque eran ya palomas santas, "qué suerte la de esa familia, la señora con las niñas de blanco y el rubito en los brazos.

Tampoco se movieron cuando la procesión fue desapareciendo por el portón oscuro de la iglesia, pero, aunque nos quedamos mucho rato esperándolas, nadie salió con ellas. Mamá nos prometió que, al dia siguiente, iríamos a visitar al señor cura y que nos las traeríamos a casa. "Ahora, como ya es tan de noche, habrá preferido don Pascual que se quedan a dormir en su jardín", nos dijo.

Fuimos y no había jardín, sino un patio con tiestos en el suelo y una parra con uvas. Estaban dos Pascual y otro cura más gordo sentados en sillones de paja delante de una mesa de tijera. Encima de la mesa había un hule, una frasca de vino, un sifón, dos platos de loza y aquel olor tan rico que al llegar estas fechas te aprieta la garganta. Don Pascual se levantó deprisa, con la mueca grasienta y sonriente, y vino hacia nosotros, no sin antes lanzar la servilleta sobre el guiso del plato. El otro cura también se levantó, con un hueso en la mano, y quería mirarnos, pero don Pascual le tapaba con su corpachón negro. La criada, al fondo, cabeceaba pasmada.

Salimos sin las palomas y en silencio, y en silencio llegamos hasta cerca de casa. Entonces Mary gritó: "¡La uri canuta!" y se echó a correr con los brazos abiertos. Pero no la seguimos. Ella fue, poco a poco, amainando en la carrera, y, al llegar junto al banco debajo de la acacia, se dejó caer de bruces, sobre él. Pero a ti siempre te dio vergüenza de que te vieran llorar.

Heraldo de Aragón (14-08-2001)

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